AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



miércoles, 27 de junio de 2012

Inquietud. Poema para su sobrina Marta


Inquietud

Para Marta Zanoni Mora

Oía una sonata por Glenn Gould,
como quien no perdió la juventud.
—¿Qué dicen estos dos, tan insistente?—.
Y frente a mí un seto, el cielo, un puente

y atrás un caminillo, mal que bien
andado, cojeado y sin un tren.
Obertura francesa, una courante,
gavotta I y II, recuerdo que antes

era todo posible, passepied
I y II, sarabande, una bourré,
la segunda y da capo, el mañana
siempre allá, sin agenda ni campana…

¿Era preludio entonces? Qué más da…
Bueno, preguntaré otra vez a Bach.

sábado, 23 de junio de 2012

Teoría de las inclinaciones, de Javier Sánchez Menéndez: cuatro notas de lectura




I.
Libro palpablemente personal, que elude toda clasificación y que puede resultar incómodo cuando —como tantas veces ahora— se quiere mirar primero la etiqueta y luego leer desde ella la realidad de la que pende. Obra generada en el galope cotidiano, e inserta en una estela dilatada de pensamiento que incluye más libros. Es diario, confidenciario, tratado de poética, cuaderno de pensador, poemario en prosa, memorial, acervo de consejos al lector que recuerdan los de Séneca a Lucilio…  

II.
Una presencia se difunde por este libro, la de los filósofos presocráticos. Sánchez Menéndez los trae a la Teoría de las inclinaciones en el fondo y en la forma: están en el estilo lacónico, contundente; en la yuxtaposición de afirmaciones, donde presentimos un discurrir de fondo, del que se nos evitan lugares de paso y conexiones: sorpresa en la lectura, tarea para el lector que ha de componer el sentido con los mediostonos, con las ausencias.

III.
Javier Sánchez Menéndez muestra en Teoría de las inclinaciones una cara de un prisma complejo, una de las expresiones de un impulso poético-vital radical, nada fácil en los tiempos que corren. En sus antípodas, el poeta que podría ir componiendo poemas para alguna ocasión. Aquí, una voluntad de realizar, de interrogarlo todo desde el impulso poético, de apostar por la poesía y por los poetas, por los que estima que pueden y deben aportar poesía: la fructífera realidad de la editorial La Isla de Siltolá es esa presencia cultural viva que constituye otra de las caras del prisma. Es un juicioso editor y un hombre de letras el que habla:

“No me gustan las cruzadas en defensa de un escritor. Generalmente no suelen ser literarias. Más bien son ideológicas y políticas. Y hacen mucho daño a la propia literatura. Nos fijamos en hechos concretos y puntuales y apartamos de nuestro camino la esencia de las letras”.

IV.
Hay una reivindicación de la poesía como metafísica o filosofía primera, bajo ella, quedarían “dios, el amor, la música”. Purismo que recuerda a Hölderlin, a algunos modernistas, a Juan Ramón. Propuesta personal.

No parto de la misma poética, de su concepto de dios —que escribe con minúscula—, o del carácter tan radicalmente original que otorga a la palabra poética, que se sustanciaría a sí misma y validaría o invalidaría todo lo demás como piedra de toque —y aquí estaría también esa filiación presocrática—. La poesía aparece como un elemento ontológicamente básico, el elemento en suma, que recuerda al arjé de aquellos primeros pensadores griegos. Yo también pienso en una Palabra originaria, poietica y por tanto poética, pero personal y esencialmente amor. Creo que Dios sí vive. Es otra tradición filosófica, religiosa y también poética. Pero encuentro en Teoría de las inclinaciones numerosos pensamientos donde hacer pie, coincidencias, desvelamientos felices:

“El ritmo, la armonía, la intensidad, el tono. Aspectos fundamentales que unifican la literatura y la música en una sonoridad mágica. El proceso creativo, basado en la inspiración, sujeta firmemente las estructuras de las resonancias. No hay música sin literatura. La música basa todos y cada uno de sus aspectos esenciales en el arte literario”.

“Odio el existencialismo, tan oscuro, vulgar y poco verdadero. Vivimos en las sombras, aunque sabemos que ahí fuera, muy cerca, está la luz. No podemos acudir a esa claridad, no queremos hacerlo. En la sombra nos hacemos fuertes, nos crecemos”.

Escritura que interpela la realidad y al lector. Solo para quien esté dispuesto a articular —en estos tiempos tan muelles— una propia y firme respuesta personal.

martes, 19 de junio de 2012

Epigramas, de Tomás Moro: cuatro notas de lectura




I.
254. Remedios para acabar con el mal aliento proveniente de algunos alimentos.
Para que el puerro partido no desprenda olores repugnantes, sigue mi consejo y come una cebolla inmediatamente después del puerro. Y si de nuevo quieres librarte del mal olor de la cebolla, masticar ajos fácilmente te lo conseguirá. Pero si tu aliento todavía es ofensivo incluso después de los ajos, o nada o sólo la mierda puede quitarlo.

Acaba de salir esta primera traducción al castellano —en edición crítica de Concepción Cabrillana— de los epigramas de Tomás Moro. El próximo 22 de junio se celebra la fiesta de Moro como santo mártir. Un mártir epigramático y guasón tiene su qué. Este libro bien lo demuestra.

II.
74. La paciencia.
Soporta las tristezas que sufres. La fortuna disipará tu tristeza. Y si no lo hace la fortuna, lo hará la muerte.

Hay una sabiduría, principalmente estoica, en estos epigramas de Moro. El estoicismo es una filosofía del estómago, en el sentido en que decimos: “Hay que tener estómago para aguantar eso”, porque de eso se trataba en la Roma clásica, de aguantar. En un mundo de tiranos, de ausencia de la idea de persona tal como el cristianismo luego va a forjar, el estoicismo venía a ser lo más sensato —si no se podía vivir indefinidamente en la contemplación del mundo de las ideas, o haciendo ciencia en la corte del emperador—. Es una filosofía ampliamente social, tiene su germen de democracia. Posiblemente, lo más humano a mano. Y los humanistas del Renacimiento lo van a asumir, necesariamente. Moro asume la sabiduría clásica como base humana: sus virtudes cardinales, su sentido realista, su capacidad de observación del mundo, su constatación de lo asombroso, la relatividad de todo a la muerte, la prontitud para la renuncia y la resiliencia, la indiferencia frente a los vaivenes de la Fortuna… Pero es una asunción, una introducción en algo más grande que acaba de darle sentido: el cristianismo, que distingue entre temores malos y buenos, espolea la esperanza y fomenta así las empresas y alegrías más altas. Se cancela el fatalismo (el estoicismo aparece originariamente en Atenas como filosofía que procede de oriente).

Y los tiempos renacentistas tampoco se quedaban cortos en ciertas prácticas civilizadas de dilatada tradición clásica —conviene desmitificar un tanto, o situar en su justo alcance, aquellas ilustraciones atenienses y romanas—, como desmembrar al criminal por orden gubernativa y colgar los cuartos a las puertas de la ciudad para aviso de caminantes o en la plaza pública a modo de pedagogía social. Como lee el buscón Pablos en la carta de su tío, verdugo con plaza en Segovia, donde cuenta que le cupo ajusticiar al padre del muchacho y que tras ahorcarlo a la vista de la gente, “Hícele cuartos, y dile por sepultura los caminos”.

III.
110. La vida del tirano es inquieta
Gran preocupación agota el día del gran tirano; por la noche llega el descanso, si es que llega. Pero los tiranos no descansan más cómodamente en una blanca cama de lo que lo hace el pobre en el duro suelo. Así que, tirano, la parte más feliz de tu vida es esa en la que, con todo, quieres ser igual que un mendigo.

Séneca es posiblemente el filósofo de referencia en la Inglaterra renacentista; y sus tragedias son el modelo del dramaturgo Kyd, y algo más que un modelo para cuando Shakespeare venga a escribir sus tragedias. Los convulsos años isabelinos invitaban al hombre cultivado al retiro de su mundo interior, del mismo modo que Séneca respiraría hondo cada tarde al llegar a su casa, tras despachar en palacio con Calígula. Menudo angelito. Todo se tambalea.

Tomás Moro, con el affaire Enrique VIII, es el último en asumir el mundo fatalista estoico en la perspectiva cristiana. Tras él, el poder político comienza a oscurecer el punto de fuga trascendente. La cultura es un terreno peligroso. La tragedia es el género teatral estrella.

IV.
52. Sobre un juicio gracioso. Del griego.
Tiene lugar una disputa; el acusado era sordo y sordo era el demandante. También el juez era más sordo que los otros dos. El demandante pide la renta por una casa, cumplido ya el quinto mes. El acusado replica: “mi molino ha estado moliendo toda la noche”. El juez los mira y pregunta: “¿por qué disputáis? ¿No tenéis la misma madre? Mantenedla los dos”.

Quizás el epigrama, el espíritu del epigrama, subsiste hoy en la publicidad, donde se encuentra tantas veces la ironía, la concisión, el doble sentido. Y también en el microrrelato, con su rauda narración, su final sorpresivo, su naturaleza chistosa. Y aún podría ser en un twitt, aunque, la verdad, no es fácil encontrarlos allí. 


Epigramas, Tomás Moro. Madrid, Rialp, 2012.

viernes, 15 de junio de 2012

"Debajo de la nevada" de Miguel D'Ors: cuatro notas de lectura


Debajo de la nevada 
está naciendo el verano.
Espera. Dame la mano
y no me preguntes nada.


I.
Recuerdo que a mis veintialgos llevaba habitualmente aquella antología a todas partes: Punto y aparte. Fue un amigo, no muchos años antes, quien me dejó algunas fotocopias con poemas de aquel Miguel D’Ors: “Pero me las devuelves, ¿eh?”. Lo hice y me busqué el libro encuadernado. Ya digo, lo llevaba como el alma, a todas partes: a las rendijas y articulaciones del día, a aquella prestación social sustitutoria —a modo de boecia consolación del tedio—; en la bici, el bus… Por simpatía armónica, de allí me fui a las odas de Fray Luis, a Francisco de Aldana y su epístola, al todo Garcilaso, al Lope de las Rimas sacras… (lo que me confirmó que da igual por donde empieces, si perseveras, todo maestro conduce a otro maestro).


II.
Había un poemilla que, visto sobre el resto y pensándolo más tarde, es fácil que se pierda a la mirada; pero no sé por qué, a mí me frenó en seco. Es el que he puesto arriba, que no tiene ni título —o yo no lo recuerdo—. Si le pones la mano encima, notas cómo vibra. Ni le sobra ni falta nada. Ni imaginista ni puro concepto. Flotando ahí en medio.


III.
Cada vez que lo leo, escucho ese silencio de promesas, escucho el blanco, la esperanza, la fe de lo que es pero aún no habla. Poema de lo oculto, del pudor y la espera, y de la intimidad guardada. Poema que, si quieres, retrasa los relojes un minuto, y acalla los ruidos. Poema de la mano, de un no hablar. Qué poema más raro, que parece que niega las palabras que dice, y aún el mismo decir.
Un himno de bolsillo, para urgencias.


IV.
No es habitual un cuarteto rimado de octosílabos —quiero decir en estos tiempos nuestros, más de heptasílabo sin cascabeles—. Quizás por eso, me ganó en su autoestop.
Miguel D’Ors me enseñó a poner el acento en la sílaba sexta. Esas cosas que enseñan los maestros. 

viernes, 8 de junio de 2012

La edad de oro, de Kenneth Grahame: cuatro notas de lectura




I.
No es fácil traducir a Kenneth Grahame. Pero es divertido. Traducir es viajar en tercera, hacia mundos que no sospechabas, aunque mucho supieras. Porque sí, el paisaje es el mismo, el que corre al correr de la tinta, del escritor… —que es él… y que has de ser tú—; pero en tercera no siempre están limpios los cristales, y algún niño berrea. Finalmente descubres, al llegar al destino, que había un vagón —llamémoslo de cuarta— del que se apea el escritor. Y tú te quedas algo confundido. No es fácil traducir, pero es divertido.

II.
El mundialmente famoso autor de El viento en los sauces, primero lo fue nacionalmente. La edad de oro (1895) fue su entrada en la narración. Era un señor tardovictoriano, con mucho sentido del humor, y nada pesimista, por lo que podríamos llamarlo postvictoriano, para hacerle más justicia. Pero nostálgico sí era, aunque con ganas de armar un simpático jaleo. “La edad de oro” nombra lo que se está a punto de abandonar (es curioso, pero solo nombramos las cosas desde sus fronteras, cuando ya rozamos lo que aquello no es —o no somos—). La edad de oro es uno de esos momentos de escritura en la identidad narrativa. Momentos fronterizos. Momentos de memoria y de arqueo vital.

III.
A Kenneth Grahame —llamemos así al narrador innombrado que escribe en primera persona— le agradezco el tono piadoso con que cuenta esos años de vida familiar, restregados en la plenitud y las ásperas enseñanzas de la naturaleza; en la literatura infantil y juvenil que da sentido a las acciones de una cotidianidad gris… ese tono dorado que no se quiere perder cuando ya se va avistado la frontera. El tono piadoso con que atempera su diatriba contra los adultos que allí estuvieron, con sus sinrazones, y con el que disculpa a los que están cruzando la frontera. Piedad que no se priva de una ironía continuada, un humor británico sin desmayo —con su choque de planos, su mirada ocurrente, su lógica dislocada sin dejar de sostener la taza de té con el meñique enhiesto—; y mucho menos de un mirar poético, que ponen las divertidas y profundas anécdotas a relumbrar, nimbadas de oro.

IV.
Un mundo aquel —el de los protagonistas, y el de los lectores— en que la gente pasaba horas leyendo a diario, sabía bastante latín y hasta griego, conocía la historia —más aún, la estaban haciendo, y lo sabían—, contemplaban la naturaleza y a los hombres desde cumbres literarias… y no se aburrían, es un mundo bastante diferente al nuestro. Y con todo, muy parecido. Será por vía de nostalgia. En todo caso, nada como leer La edad de oro para comprobarlo.


La edad de oro, Kenneth Grahame (Madrid, Rialp, 2012).

domingo, 3 de junio de 2012

Buscaba las palabras adecuadas

Andaba yo leyendo una entrevista, de aquella serie del Paris Review, de los años cincuenta, por la que desfilaban escritores como Hemingway, Eliot, Faulkner... Y la andaba leyendo porque Hemingway se vino al taller la semana pasada. "De normal, tú, recorta" es mi consejo. Todos tendemos a enrollarnos; todos pecamos de brumosos, nadie parece darse cuenta -ya sé que estoy exagerando- porque nadie se impuso la tarea de enseñar a escribir a esos muchachos que fuimos (había cosas más interesantes, como avistar una proposición subordinada sustantiva O.D.). Total, que se nos vino el señor Hemingway, que en eso de acortar, ni este Gobierno.

Pero no solo en los "acortes"; dice muchas más cosas, la mar de interesantes. Aquí dejo una perla, es sobre las palabras adecuadas:


- ¿Reescribe mucho?
- Depende. Reescribí el final de Adios a las armas, la última página, treinta y nueves veces antes de quedar satisfecho.
-¿Había allí algún problema técnico? ¿Qué era lo que lo obstaculizaba?
-Buscaba las palabras adecuadas.


Ale.