AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



lunes, 29 de marzo de 2010

Cómo leo

Al pasar el tiempo he ido aprendiendo a leer. No es algo tan sencillo como “coges un libro, lo lees, lo dejas; coges otro libro, lo lees, lo dejas; etc”, eso puede valer para la ingestión de hamburguesas, pero incluso tengo mis dudas: toda actividad humana se puede hacer con más o menos estilo, de un modo más o menos humano. Mi hermana es profesora de buenos modales en la mesa, pero no hay que ser su hermano para saber que, para muchas personas, cumplir con la etiqueta es más importante que poseer una buena formación intelectual. Bueno, en el fondo todo está conectado.

En tu vida de lector, si reflexionas un poco después de cada libro leído, no tanto sobre lo leído, sino sobre el propio ejercicio de leer, haces descubrimientos importantes.

Descubrimiento nº 17: leer con un propósito es más gratificante que sin él. Un propósito puede ser el descanso, puede ser el conocimiento, puede ser la búsqueda de un sentido para la propia vida, puede ser una solución para un problema más o menos grande, más o menos material. A estas alturas ya no puedo dudar: encuentras lo que buscas.

Descubrimiento nº 48: si no buscas nada, tu lectura es más bien pasiva, entonces eres tú el encontrado, a veces, atropellado. En la vida de relación personal he tenido encuentros fortuitos que han sido interesantes –fortuitos en su misteriosa apariencia, porque si son buenos, uno en el fondo está preparado para recibirlos- y he tenido encuentros que preferiría no haber tenido. ¿De todo se aprende? Eso es una frase muy bonita, pero se aprende si se tiene los recursos para aprender, y uno no lo tiene siempre todo.

Descubrimiento nº 75: uno no es el espíritu universal hegeliano que se despliega asumiendo toda la realidad, sino un sujeto mucho más modesto que tiene que aprender y defender lo que ha aprendido para seguir creciendo; un sujeto que pertenece a una cultura, una tradición, una familia, un barrio, unos paisajes; a unas personas, a unas relaciones bellas y valiosas de entrega y recibimiento. Y el deber de mejorar creativamente, todos esos vínculos. Volviendo al Descubrimiento nº 17, sólo leo, creativamente, lo que me ayuda a adelantar en mis propósitos vitales. Y esto hace subir la temperatura del acto de leer.

Descubrimiento nº 122: si no veo, de algún modo, el rostro de alguien a través de los renglones, alguien en quien revierta positivamente este acto de lectura, como un acto moral; si la lectura no es para ser más en unión con otros, si al final no está ese rostro que dice Lévinas que nos vuelve responsables del otro, la lectura se me vuelve un acto insolente.

Descubrimiento nº 145: no creo en la lectura solipsista, ni en los placeres privados: siempre un rostro, siempre un sentido. Cuando se olvida esto se termina diciendo, como Foucault, que nosotros no hablamos el lenguaje, sino que el lenguaje nos habla; que no hacemos las estructuras económicas, políticas, lingüísticas, sino que ellas nos hacen a nosotros de modo radical; que la persona no importa, y sí el grupo, la nación, la globalización, Internet; y así, no leemos nosotros, sino que los libros nos leen, pues es su propósito el que nos pilla a nosotros sin ningún propósito (volvamos al Descubrimiento nº 17).

Continuará.

domingo, 28 de marzo de 2010

Mi maestro

El magisterio es una realidad misteriosa. Un maestro no anda troquelando a su imagen y semejanza. El maestro es quien oficia nuestra incorporación viva a una tradición valiosa. Viva porque sólo personándonos con una vida irrepetible y única ingresamos en ese cuerpo. Mi maestro es Azorín.

No reconozco en mi escritura el laconismo sintáctico del maestro, ni la pergeñada apariencia de impersonalidad… Pero sé que es mi maestro, porque me basta leer unas pocas líneas de Los pueblos, Castilla, La ruta de Don Quijote para recordar con una serena conmoción la investidura como lector y escritor que ofició en mí D. Antonio.

Penetremos en la sencilla estancia; acércate, lector; que la emoción no sacuda tus nervios; que tus pies no tropiecen con el astrágalo del umbral; que tus manos no dejen caer el bastón en que se apoyan; que tus ojos, bien abiertos, bien vigilantes, bien escudriñadores, recojan y envíen al cerebro todos los detalles, todos los matices, todos los más insignificantes gestos y los movimientos más ligeros. (III, “Psicología de Argamasilla”, La ruta de D. Quijote)


jueves, 25 de marzo de 2010

Echarle un par

Tengo una debilidad casi morbosa por la sintaxis. Mis alumnos lo saben, y tiemblan (no tanto). Creo que los que nos dedicamos al latín tenemos esta propensión. Si me psicoanalizo unos instantes, no me viene a la mente otra imagen: es la red vial de la inteligencia. Sine sintaxis, nihil.

-Hoy atacaremos una oración de César, del pasaje del asedio a Bibracte.

-Oiga, llevamos toda la semana atacando fortificaciones.

-No os preocupéis, descansaremos en la cumbre.

Así que no hace falta que nadie me convenza de lo importante que es el análisis en la educación.

II

La sintaxis es condición necesaria, pero no suficiente… ¿de qué? De una educación digna. No es suficiente porque hacen falta otras dos patas para que esta mesa se sostenga, y resulta que las otras dos patas no están llegando al suelo: la lectura y la escritura. Nuestros planes de estudio bachillerantes –me gusta más en participio de presente que de perfecto, da más esperanza de que se esté haciendo algo, aunque sea una ilusión de sentido- exigen que los alumnos alcancen un exquisito nivel de analistas textuales, capaces de manejar metalingüísticas como cohesión, adecuación, coherencia, modalización, deixis… como si fuera el joystick de la Playstation; de que se enfrenten con bien trabadas columnas periodísticas, transidas de ironía, amalgamadas de capas de significación, electrizadas de retórica varia. Pero: algo falla cuando el análisis presentado va trabado de faltas ortográficas, transido de ausencia de tildes, amalgamado por ausencia de puntuación, cortocircuitado de sentido. Su carácter pandémico y meta-autonómico nos habla de que Iberia seguimos siendo una unidad de destino.

Los planes de estudio ministeriales o autonómicos parecen horneados a base de abstracción y más abstracción. Serán cosas de la postmodernidad: tan listos somos que no dejamos de analizarlo todo, no vaya a ser que algo quede sin desenmascarar. El análisis es lo único que merece la pena. El análisis puede estar bien para una academia de vivisectores y taxidermistas, pero si es la coronación de una decadita –nada más y nada menos- de enseñanza de la lengua y de la literatura en la vida de un joven, entonces todo se parece al guión de una película gore de gente “curiosa” que sólo se lo pasa bien con cadáveres.

III

Volvamos a las otra dos patas. ¿Dónde queda el fomento de la lectura? Fomento de la lectura es eso que siempre está fuera de la escuela, que organizan unos organismos oficiales y unas editoriales. Para la escuela dejamos la cámara de torturas de los paradigmas y las taxonomías. ¿Dónde queda el fomento de la escritura? Fomento de la escritura es eso que siempre está fuera de la escuela, que a duras penas organizan unos organismos oficiales y que parece que sólo se lo toman en serio algunas instituciones privadas, conocidas como escuelas de letras o similares. Aquí hemos tenido más misericordia, y hemos evitado a los chavales/as este tormento. Mejor no escribir.

Sin fomento de la lectura gustosa –y hay que echarle tiempo en el aula- y sin el ejercicio de la síntesis creativa por la escritura –y hay que echarle todavía más-, seguiremos alimentando una educación gris, de vivisectores y taxidermistas. Hay que echarle ese par.

IV

Quede claro que esta crítica es hacia un sistema y un modo de entender y ordenar la educación, y nada tiene que ver con los magníficos esfuerzos que tantos docentes realizan a diario por abrir las ventanas en el aula.

La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel, cuatro notas


I.
Al terminar de leer el libro me acordé de un texto de Azorín, “La fragancia del vaso”: unas impresiones líricas sobre el paso del tiempo, sobre lo que queda de las cosas: del vino apurado, solo la fragancia del vaso.

Me acordé porque al terminar la lectura, sabía que no había terminado. Quedaba una profunda fragancia. Seguramente un buen libro la exhala, persistente, hasta envolver el corazón del lector.

II.
No voy a contar el argumento, solo indicar que un anciano de un país oriental llega como refugiado con su pequeña nieta a algún lugar de occidente, allí hace un amigo… El libro es breve, apenas ocurren cosas. Las frases cortas, concisas, avanzan como los pasos decididos del anciano señor Linh. Philip Claudel sabe destilar el justo lirismo para expresar las interioridades dolientes, los momentos de paz, la maravilla de la comunicación. En cierto sentido, una narración minimalista, pero con un fuerte desenlace.

III.
Me ha impresionado esta novela sobre la fortaleza del corazón, cuando todo lo demás se ha desmoronado: el mundo, los seres queridos, las propias facultades… y sólo queda el impulso de vivir y dar la vida por quien se quiere.

IV. 
La guerra como mal absoluto, trascendida por personas sin relieve, casi anónimas, sacudidas hasta el desequilibrio por la pérdida, el horror y la soledad, pero capaces de acciones de redención y de entrega. La amistad, la comunicación de los corazones, cuando ni siquiera se comparte el mismo idioma. Una narración casi minimalista, pero cargada de una verdad cordial que se expande al terminar la lectura, como una intensa fragancia.    

lunes, 22 de marzo de 2010

Identidad narrativa IV. Grandezas y miserias narrativas

I

En el IV capítulo de la Eneida se narra el desdichado caso de la reina Dido y el controvertido Eneas. Creo que allí se ejemplifican muy bien algunos rasgos de la complejidad de la narración. Digo complejidad porque implica la condición humana, con sus misterios, errores, fragilidades y visitaciones de la eternidad. Vamos, la complejidad que nos teje a todos.

Dice Paul Ricoeur que un acontecimiento es aquello que hace avanzar una trama: ha de ser algo verdaderamente importante, novedoso, un motor de acciones nuevas que algo tienen que ver con lo que se ha obrado hasta el momento, pero que no es su mera consecuencia automática. Un acontecimiento obliga a releer la trama que se ha venido configurando hasta ese instante, e insertarla en una nueva que se proyecta hacia el futuro. Un acontecimiento es un golpe de rumbo, y al mismo tiempo una clave interpretativa para leer lo anterior.

II

Cuando Dido y Eneas se dejan llevar por el amor pasional -inducida irracionalmente Dido por la artera Venus, y Eneas a su vez por Dido-, quedan en suspenso dos tramas: la del oficio de reina en Cartago, y la de la fundación del futuro reino itálico. Algunos dioses se incomodan y reclaman a Júpiter que haga algo -poniendo una metáfora de nuestros tiempos, los dioses clásicos habitan olímpicamente un spa de cinco estrellas y no llevan con mucha paciencia que les cambien el plan de actividades de esparcimiento-. Júpiter manda a Mercurio que recuerde a Eneas la trama que da sentido a su vida, la de la fundación del reino itálico. Mercurio le amonesta narrativamente al desorientado Eneas, que ha comenzado a colaborar en el fortalecimiento de la ciudad de Cartago, que ha comenzado a modificar la trama de su vida anudándola a la de Dido, encajándola -como dice MacIntyre- con la de ésta en una trama nueva y superior: náufrago-de-linaje-divino-llegado-a-Cartago-y-enzarzado-con-reina-con-expectativa-de-futuro-político-matrimonial. No: no puede cambiar el curso de la narración proyectada por los dioses. Debe volver a la narración original.

Dice Virgilio que a Eneas se le erizaron de horror los cabellos ante la presencia divina y la gravedad del mandato. Tenemos aquí un caso de fulminante conversión. Y Eneas, consciente de la narrativa de conversión en que ahora se inserta su vida, tiene que justificarse narrativamente ante Dido, explicitar que simplemente está siguiendo la narración que le imponen los dioses, a la que nunca había renunciado de un modo explícito.

Igualmente, Dido, ante el acontecimiento de la marcha de Eneas, presenta una narración de ataque a la de su ex-amante, donde relee lo que hasta ese momento estaba siendo narrado en el argumento de su propia vida: reina-viuda-abandonada-a-un-amor-pasional-con-expectativa-de-encaje-de-narración-con-la-de-náufrago-buen-partido-en-trama-superior-de-tipo-político-matrimonial. En la relectura de esta trama anterior, Dido principalmente cuenta lo que ha hecho Eneas reinterpretándolo desde la clave hermenéutica del engaño. Desde allí, en una narración que la reina continúa privadamente en su intimidad, proyecta un trágico final de la narración en un futuro próximo, que será también el fin de esa narración que ella identifica con todo el arco de su vida.

III

Yo creo que los clásicos nos ayudan a entendernos narrativamente. Sin necesidad de llegar a los excesos de Dido y Eneas, es fácil reconocer en la vida personal esa dinámica del contar y recontar, de la influencia de los condicionantes sociales y culturales, de las virtudes y los vicios en la articulación del sentido narrativo vital personal, familiar y comunitario; y la necesidad de ejercer responsablemente la libertad narrativa, por el bien de todos.

jueves, 18 de marzo de 2010

Leer o no leer


Pues ya está aquí: os presento mi libro Leer o no leer. Sobre identidad en la Sociedad de la Información, recién publicado por Biblioteca Nueva (Madrid, 2010).

El libro parte de una intuición de fondo: a un buen lector, la lectura le ha acompañado desde la infancia hasta la madurez; en pocas cosas ha invertido tanto tiempo como en este hilo dorado que atraviesa las etapas de la vida, y que tanto parece tener que ver con esa identidad que se ha ido configurando con el paso de los años. Y esa experiencia merece una reflexión.

He querido poner sobre las páginas una fenomenología muy personal de la lectura, a partir de experiencias que han ido decantando en mí un depósito de cordialidad literaria. Es un ensayo literario en el fondo y en la forma, donde se convocan autores clásicos, modernos y contemporáneos, como en una tertulia de familia.

Dividido en más de cincuenta pequeños capítulos, la trama del libro va dando entrada a una diversidad de experiencias agrupadas en cuatro secciones. En “Historia antigua” se hace un ejercicio de memoria sobre el propio aprendizaje de leer y las primeras lecturas, hasta la adolescencia. El papel del maestro, los efectos identitarios de la lectura en voz alta, la figura de la mujer como transmisora de la sabiduría, la configuración comunitaria y el descubrimiento de la intimidad son algunos de los temas que surgen en este reencuentro revelatorio.

La sección “De libros y maletas” aborda las similitudes entre estos dos objetos, unidos por la analogía del viaje cargado de expectativa. Desde el viaje de Eneas hasta las sabias reflexiones de Kapuscinski, pasando por Erasmo, Tomás Moro, Tolstoi o Thomas Mann, he indagado ilusionadamente en la forja de identidad que supone el viaje lector.

En “Ritos” constato el perfil del hábito de leer, sus modos y sus alcances, y traigo a la tertulia viejos amigos como María Zambrano, T. S. Eliot, Conrad o Azorín, entre otros, para entablar una conversación sobre la relectura, la atención, la enseñanza de la lengua o el asombro.

Cierro el libro con una muy personal sección de crítica de lecturas, donde no sólo leo libros, sino también cuadros como Lavabo y espejo de Antonio López, objetos históricos como cucharillas de la época de la romanización de las islas británicas, incluso etiquetas y mensajes que inundan la comunicación urbana diaria. Antígona de Sófocles, Cartas a Lucilio de Séneca, Las confesiones de San Agustín, Como gustéis de Shakespeare, El Principito de Saint-Exupéry, Cartas de lejos de Josep Pla o Cuatro cuartetos de Eliot, son los textos literarios reseñados, en diálogo con los cuales reconozco una plural patria anímica.

Finalmente, agradezco a todos los que hicieron posible la fructífera experiencia literaria y humana que fue aquel primer blog, Leer y mirar, padre del presente. Con aquellos comentarios, aquellas entradas en tantos blogs tan personales y tan bien escritos, se fecundó mucho de lo que se puede encontrar en Leer o no leer.

domingo, 14 de marzo de 2010

Identidad narrativa III. ... nisi serenas

Un reloj de sol medieval, uno de esos que se estropea cuando el cielo está nublado, y sólo sirve para la mitad del día: un fracaso comercial, desde nuestros parámetros economicistas. Pero en aquel momento medieval hacían su función: medían el tiempo. Sin embargo -para que nos demos cuenta de que en aquellas épocas los hombres no eran tan rudimentarios y cerebriplanos como algunos nos los pintan- el relojero de sol ya percibía que aquello no bastaba, y no por las patentes limitaciones del artilugio. No bastaba porque el reloj sólo medía el tiempo cosmológico, el de la naturaleza, el que es regido por el ciclo solar, y lo que finalmente le interesaba al hombre medieval -y a cualquier hombre- era el tiempo personal, tejido en el cañamazo del ciclo solar, pero un auténtico bordado de humanidad, de creatividad, de sentido, de apertura a lo que está más allá. Por eso, el relojero inscribía un breve proverbio -la brevedad en este contexto temporal ya es una señal de gran finura intelectual, cordial, poética- que insertaba como una clave hermenéutica para la lectura del tiempo. Una clave hermenéutica que recordaba la necesidad de inscribir un sentido humano en el ciclo natural, que introducía el tiempo de la persona.

Heidegger habla de la intratemporalidad, como ese estar del hombre en medio del tiempo cosmológico, de las cosas, y Ricoeur dice que narrativamente se supera ese estado. Al crear una trama narrativa en la vida personal, ya no vivimos homogéneamente el tiempo, sino argumentalmente -como también dice Marías-: somos una persona con argumento, y el tiempo visto ahora desde la antropología pasa a ser una dimensión de la persona. Nuestra temporalidad es narrativa, y ha de ser ejercida, compuesta, configurada como relato, si quiere realizar la dignidad humana que nos sella.

El relojero de sol añadía entonces un proverbio, pero no como hoy pondríamos un adorno exótico a cualquier cosa, sino como la auténtica sustancia del asunto: Horas non numero, nisi serenas, sólo cuenta el tiempo de serenidad, el que no pasa con la violenta inexorabilidad, indiferentemente agresivo al hombre: sólo cuenta el tiempo humano. Así el tiempo cosmológico quedaba subordinado al tiempo personal, y esa operación se constituía en una invitación al lector de la hora cosmológica a que reflexionara sobre el sentido personal del tiempo, sobre su tiempo, sobre la búsqueda de lo que hace bien y buena a la persona, y que apunta a todo el arco de la vida.

Una invitación a pensarse narrativamente: a comenzar, a reparar, a recomenzar, a soñar la historia personal, a recordar la dignidad que nos proyecta más allá del aquí y ahora de nosotros mismos.

Identidad narrativa II. El yo en el centeno

Hace un tiempo falleció J. D. Salinger. Con el periódico en las manos, mirando las famosas pocas fotos del autor, sobrevolando en diagonal los párrafos sobre su extraña y poco edificante vida, no se me ocurrió ninguna reflexión como para correr a buscar mi cuaderno de notas. Ahora, al pensar sobre la identidad narrativa, me he acordado de Holden Caulfield, el protagonista de El guardián en el centeno.

Leí el libro en los tiempos de la universidad. Una sorpresa, que no pude articular en ideas. Allí quedó un estupor y una sensación de tristeza. Pero ya digo que ahora, al cavilar sobre la identidad narrativa, entiendo un poco mejor lo que entonces no entendí –como Holden entonces tampoco se entendía a sí mismo, ni entendía el mundo-. Entiendo ahora que Holden tenía un problema de identidad, y por lo tanto un problema narrativo.

Hace falta un mínimo de madurez para narrarse con sentido narrativo. Esto parece una tautología, pero aunque de entrada te pueda parecer ilógico, uno puede narrarse sin sentido narrativo. ¿Sentido narrativo? Sí, aquel que tiene la persona capaz de contar algo desde un fin, desde un sentido que ordena las partes de lo que cuenta, que elabora cada parte según el fin general; donde hay una economía expresiva y comunicativa que evita las palabras de más, las partes de más, los elementos de más que no convienen a lo que se quiere contar, al fin que mueve y organiza toda la historia, y que se revela totalmente al lector competente al llegar al final.

II

Holden narra una secuencia de unos pocos días, dice al principio que se niega a contarse desde pequeño, como en una autobiografía; y al final, cuando llega a lo inmediatamente anterior al momento en el que está hablando, declara que no le importa el futuro, por lo que tampoco va a contar ningún proyecto. La narración de Holden es una secuencia de episodios concatenados por la sucesión de horas, días y noches, su narración no tiene sentido narrativo. Pero es Salinger quien está contando El guardián en el centeno, por lo que el libro sí tiene sentido narrativo, aunque la narración de Holden no la tenga: todo lo que Salinger cuenta persigue un sentido, sigue una economía de medios narrativos, opera hacia un fin: el de contar una crisis de identidad.

Yo ahora sé lo que yo entonces no sabía, como tampoco lo sabía Holden. Y aquí se hace presente la paradoja de que hace falta haber adquirido algo de sentido narrativo en la propia vida para poder identificar su presencia o su ausencia, en la vida y en la literatura.

El correlato verbal de la identidad es la narración. Una narración sobre uno mismo que desestima el pasado en sentido amplio porque no encuentra nada importante, y que tampoco es capaz de proyectarse hacia el futuro, es el correlato de una crisis de identidad.

III

Holden hace su narración ingresado en una institución psiquiátrica, y la termina cuestionando el valor del tratamiento psicoanalítico que le están dando. El interés del psicoanalista por el futuro de Holden no le interesa a éste. Es un futuro de éxito en los estudios, irrelevante porque el valor del tiempo propuesto en ese proyecto no roza el tiempo íntimo fracturado de Holden. Para curar ese tiempo interior, para poder articular una narración con un sentido satisfactorio, y por lo tanto abierta a un futuro, hay que introducir otras realidades, que apuntan a la relación humanizadora con los otros, como la que ha experimentado en el encuentro con su hermana pequeña Phoebe.

Pero se ha dado un primer paso: se ha comenzado a narrar, y a descubrir la necesidad de la narración para vivir, para encontrar y dotar de sentido: Holden dice que ya ha contado la historia de esos días a bastantes personas, y que extrañamente ha comenzado a echar de menos a las personas que intervinieron en ella, incluso a las que le hicieron sufrir estúpidamente. Con el ejercicio de contar ha comenzado una incipiente madurez, ha despertado la búsqueda consciente de la identidad, se ha estrenado el sentido narrativo del yo.

lunes, 8 de marzo de 2010

Identidad narrativa I

Desde hace un tiempo vengo leyendo a autores que hablan sobre la identidad narrativa, como MacIntyre, Ricoeur, Marías. Pueden ser cosas de la edad, esa en la que ya se tiene un considerable pasado a las espaldas, y al mismo tiempo se augura que todavía queda bastante guerra que dar. En esa edad uno se percibe narrativo: cuando alguien le hace un poco de caso, uno se pone a contar una historia, como Eneas cuando Dido en la Eneida le pregunta quién es. Saberse uno mismo, decirse a uno mismo, a estas alturas parece que sólo tiene interés si se hace narrativamente. La información del dni no deja de ser una tremenda ironía sobre lo que podrá saber un Estado sobre quién es realmente el sujeto en cuestión.

Nuestra identidad tiene una dimensión narrativa. Acciones que conforman identidad, como imaginar nuestro futuro a través de un proyecto que mejorará quienes somos; asumir la posibilidad de una vida en común con determinada persona; pedir perdón para reparar una fractura y poder seguir creciendo; o hacer un examen de conciencia con profundidad que permita la emergencia de una imagen lo más fiel a la verdad de uno mismo, tienen una necesaria estructura narrativa. Es más, podríamos decir que evitar el ejercicio narrativo, “vivir el instante” fragmentariamente, es incapacitarse para el futuro y para el pasado, para esa unidad de vida que los aúna, y sin la cual es impronunciable un “yo” con auténtico sentido personal.

No sólo la identidad tiene que ver con la dimensión de “ser agente”, también hay otros factores que nos aportan identidad, como la herencia genética, familiar, social, cultural. Pero parece que nuestras acciones pueden subsanar esencialmente cualquier herencia adversa, que uno por encima de su calvicie y de otras cuestiones de mayor calado, quiere ser alguien “con argumento”, como dice Marías. Un buen guión puede salvar la ausencia de una buena fotografía, o no digamos de efectos especiales. Cuando Eneas le cuenta su historia a Dido –cuando se cuenta a sí mismo-, sabe que tiene un gran argumento: un gran pasado y un impresionante futuro; inmerso en un sinfín de peligros, paradójicamente, su identidad va segura, porque se inscribe en un gran arco de sentido que da una fuerte unidad de vida. Así se presentan los héroes en la épica, y basta su presencia locuente para transmitir su solidez identitaria al narrar la trama en la que se encuentran, y convertirse en modelos de identidad para el lector. (Como aprendí en la televisión de mi infancia, esto “continuará”).

miércoles, 3 de marzo de 2010

La épica y nosotros

Releo un libro un libro francamente bueno, Homero, Ilíada, de Alessandro Baricco. Baricco transforma de un modo sobresaliente la épica en una novela fragmentada en las voces de sus personajes. Señala, sensatamente, que el mundo de la narración épica está lejos de nosotros. Y para justificar esta adaptación se ampara en la frase del teórico marxista Lukács: “la novela es la epopeya de un mundo abandonado por los dioses”.

Me fascinan las adaptaciones, sean en la literatura, en el cine, en la música o en la gastronomía (piénsese en la variedad de arroces que hay en mi tierra valenciana, o en las herejías que se perpetran a diario –sea en restaurantes Guía Michelín cinco bujías o en chiringuitos imposibles- contra la ortodoxia de la paella: pero en este campo, no puedo dejar de estar con los herejes, si lo que proponen está bueno), y les presto una particular atención, a su cómo, su porqué y su para qué. Y la adaptación de Baricco me gusta, aporta una sensibilidad particular a la consideración de la Ilíada, me gusta el cómo. Pero es una sensibilidad con la que no me identifico en su por qué: no me identifico con el pensamiento de Lukács, porque no acepto que el mundo haya sido abandonado por los dioses, por la religión, por Dios. Precisamente la novela puede ser el género literario de un mundo abandonado por el marxismo, o mejor, un mundo que ha abandonado al marxismo –piénsese lo que supuso el realismo socialista para la novela, lo que el marxismo en cuanto ideología ha aportado a la creación novelística-. Y Dios, que nunca se va de la historia –como sí se van las ideologías-, parece congeniar muy bien con la novela.

II

Volviendo a mi acuerdo con Baricco, es verdad que la épica está lejos de nosotros. Pero ¿tan lejos como un género literario que es incomprensible, incluso indigesto para nosotros? Esto me recuerda a los propulsores de la discontinuidad radical, ejemplificados por Foucault, y en las ciencias empíricas por Kuhn. Según este modo de pensar, lo nuestro, lo de nosotros, hombres y mujeres contemporáneos de la postmodernidad, solo es pensable en la novela, es ese género que nos encierra, determina nuestro modo de sentir y razonar. Pero la realidad desmiente esta rígida y determinista postura. Piénsese en el ingente número de lectores de obras como El señor de los anillos, y sus imitadores. Repárese en cómo las adaptaciones nunca dejan de ser adaptaciones, mientras el clásico prosigue su augusto paseo a través de los siglos. Hay una necesidad de épica, y a los necesitados no podemos negarles la condición de seres humanos, ni invisibilizarlos en las estadísticas sobre la lectura, ni decir que no cuentan para hacer un diagnóstico cultural, ni excluirlos del “nosotros” porque a alguien se le haya ocurrido un aforismo resultón.

Lo cierto es que necesitamos la épica, como necesitamos la novela, la poesía o el teatro. La diversidad de géneros refleja diversidad de dimensiones de la persona, diversidad de experiencias, anhelos, relaciones, perspectivas… Por eso no puedo dejar de replicar cuando alguien impone un determinismo, por muy bien expresado que esté. Está muy bien que Baricco relea a los personajes homéricos, haciéndoles expresar un yo a través de la primera persona, haciendo despuntar a través de destellos poéticos una subjetividad, en contraste con la exterioridad de la épica. Pero también necesitamos seguir leyendo la épica, en su ser particular, en su distancia, atreviéndonos a sentir la tensión de esa maroma que nos conecta con algo de hace 30 siglos, y que paradójicamente, sigue estando aquí, seguimos necesitando. Ahí sentimos el pulso de lo constante en la persona, y el fundamento de nuestra comunicación con los vivos y con los muertos. En parte es el esfuerzo que exige la cultura. Sin él, nos desmoronamos.

III

Leo en la Eneida esa impresionante imagen de la caída de Troya:

Entonces vi todo Ilión ardiendo en vivas llamas, y revuelta hasta sus cimientos la ciudad de Neptuno, semejante al añoso roble de las altas cumbres, cuando, serrado, ya por el pie, pugnan los labradores por derribarle a fuerza de hachazos; álzase todavía amenazante y trémula en la sacudida popa, se cimbrea en su pomposa cabellera; vencida poco a poco, al fin, con repetidos golpes, lanza un postrer gemido y se precipita, arrastrando sus ruinas por las laderas. Bajo entonces a la ciudad, y guiado por un numen, me abro paso por entre las llamas y los enemigos; delante de mí se apartan los dardos y retroceden las llamas.

Estamos en el género de las metáforas precisas y esplendentes, la sonoridad de las palabras, el vocabulario rico y visual, la adjetivación hiperbólica, enfática y superlativa, la sintaxis ritmada, los acusados contrastes, los apóstrofes y las invocaciones… En estos rasgos de la épica conectamos con lo grande, lo heroico, lo maravilloso en la vida del hombre y en el cosmos, siempre asociado a un fundamento divino; pero sería un error oponerlo a la novela, donde la libertad interior, el ansia de infinitud, la creatividad, la afirmación de lo que hace único a cada personaje, incluso el escenario de lo cotidiano e íntimo también puede ser un rasgo de la presencia de lo divino en la vida.

Nuestra riqueza como lectores, como personas, está en nuestra visión más completa –y paradójicamente siempre incompleta- de la complejidad de la vida humana, donde necesitamos todos los géneros para vivir a través de ellos inagotable profundidad y diversidad de todas nuestras dimensiones. Cualquier planteamiento determinista nos empobrece. ¡Viva la paella, viva la libertad!