Anteayer, en el taller de escritura, anduvimos buscando tropos. Hay que ver los "tropiezos" que puede dar uno.
"La puerta tenía una mirilla redonda de latón dorado, que parecía una rodaja de limón". (R. Sánchez Ferlosio, Alfanhuí).
-Una metáfora, -responden casi unánimemente.
-Cierto, ¿y cuál es el punto de analogía? -pregunto.
-..., hum, -piensan, pero no necesitan muchas milésimas de segundo para responder. Verdaderamente, el primer propósito era este: despertar la atención hacia los recursos retóricos, ganar más sensibilidad lingüística, detectar operaciones de estética en un texto (ya se sabe, liftings, liposucciones...). El primero. El segundo, identificarlos y explicarlos. Y aquí es donde surgen las sorpresas, las mías. (Recordemos que la analogía es el mecanismo de la metáfora, y el punto de analogía, su eje: lo que comparten dos realidades procedentes de dos ámbitos distintos, pero emparentadas por gracia de la escritura).
-La redondez...
-Sí... -yo.
-El color amarillo...
-Sí, -no hay discusión, hemos pescado una buena aquí.
-Y las rayas que van al centro, -añade M.
¡Flash!, ahora lo veo. Ese tercer punto de analogía no lo tenía previsto. Es cierto, M y algunos más (creo que C, D, E...) me ayudan a confirmarlo. Es esa mirilla más añeja, más difícil de ver ahora, salvo en casas antiguas, que se abre haciendo girar una pequeña plancha detrás de la mirilla propiamente dicha, de modo que deja ver, a través de los radios vacíos que nacen del centro de la circunferencia, a quien está al otro lado de la puerta. Claro, es como una rodaja de limón, con la planta de sus gajos impresa por el corte transversal. Desde luego, en la casa de Alfanhuí todas las mirillas tenían que ser cítricas, faltaría más.
No lo había visto cuando preparaba el ejercicio. Había pensado en una mirilla típica de la modernidad nuestra de cada día: un pequeño circulito de cristal que pone cara de besugo al que está al otro lado, con un borde dorado como embellecedor. Vamos, como la que -yo creía- tiene todo el mundo. Y así lo comento (reconozco que para justificarme un poco, ¡ay, la vanidad del profesor!).
-No, no, no... no son así, -percibo unanimidad.
-Pues en mi casa tengo una, -me defiendo divertido. Bueno, les parece bien que tenga lo que quiera en la puerta de mi casa, pero veo que ese bordecillo dorado no es tan pacífica y universalmente aceptado como yo pensaba. Y mucho menos, capaz de suscitar un punto de analogía amarillento con una rodaja de limón. Quizás, por estar en el Levante feliz, proliferan ese tipo de mirillas, y yo estoy en otra galaxia.
Es verdad, no sé por qué se me ocurrió dogmatizar sobre el color de las mirillas modernas. Debe de haber de todos los materiales y colores; pero uno está tan habituado a lo suyo, que tiende a generalizar indebidamente. Ahora: como vaya a casa de algún alumno y no tenga mirilla limonera, me invita a un granizado de...