El magisterio es una realidad misteriosa. Un maestro no anda troquelando a su imagen y semejanza. El maestro es quien oficia nuestra incorporación viva a una tradición valiosa. Viva porque sólo personándonos con una vida irrepetible y única ingresamos en ese cuerpo. Mi maestro es Azorín.
No reconozco en mi escritura el laconismo sintáctico del maestro, ni la pergeñada apariencia de impersonalidad… Pero sé que es mi maestro, porque me basta leer unas pocas líneas de Los pueblos, Castilla, La ruta de Don Quijote para recordar con una serena conmoción la investidura como lector y escritor que ofició en mí D. Antonio.
Penetremos en la sencilla estancia; acércate, lector; que la emoción no sacuda tus nervios; que tus pies no tropiecen con el astrágalo del umbral; que tus manos no dejen caer el bastón en que se apoyan; que tus ojos, bien abiertos, bien vigilantes, bien escudriñadores, recojan y envíen al cerebro todos los detalles, todos los matices, todos los más insignificantes gestos y los movimientos más ligeros. (III, “Psicología de Argamasilla”, La ruta de D. Quijote)