Llevo años de amistad con T. S. Eliot: lo he leído, lo he estudiado, lo he traducido, y espero encontrarme con él en la otra vida y hacerle alguna consulta, con una taza de té en las manos.
Releyendo su ensayo Ulises, orden y mito, me detengo en este pasaje del final: “el presente es un fragmento opaco, si no se lo sitúa en el interior del marco de una narración que restaure el contexto de significación, en el todo que redime el fragmento. No hay comprensión salvo a través de las lentes de la literatura”.
Eliot se refería al presente de la Europa postguérrica y moralmente caotizada de 1923; Joyce acababa de publicar Ulises, y Eliot vio en esta obra un ejemplo de operación semiótica para generar sentido: la caótica vida de Stephen Dedalus cobra sentido si la leemos en el marco de la Odisea homérica. Una estrategia de sentido literario que quiere ser respuesta para el sentido vital; y que el lector, si quiere, se aplique la estrategia a su propia vida.
Con el Eliot de 1923 estoy de acuerdo en que no hay comprensión excepto a través de las lentes de la literatura, interpretando literatura como narración: toda identidad es narrativa, y cuanto más alta y humanamente digna es la narración que se escribe con los propios actos, más sentido aporta a la vida personal. Pero hay que escoger –libremente- un género vital, de los que pululan por el mercado.
El Eliot de 1923 no es el de 1928; todavía tenía que encontrar un género de vida más alto que el mito homérico y la relectura joyceana, para redimir todos sus fragmentos vitales.