Estoy leyendo el final de la Eneida , con una taza de té al lado. Es una serena tarde de sábado, han caído unas gotas intempestivas, pero ya son un ligero recuerdo. Eneas ha sido herido por Turno y…
… entonces Venus, condolida del inmerecido penar de su hijo, va a recoger en el cretense Ida las vellosas hojas y la purpúrea flor del díctamo, bien conocido de las cabras monteses, heridas por veloz saeta. Trájolas Venus envueltas en oscura niebla, las deslíe con agua en una fúlgida copa, les infunde ocultas virtudes y rocía al remedio con el saludable zumo de la ambrosía y con la fragante panacea; lava el anciano Iapis con él la llaga, sin conocer las virtudes, y de pronto huye del cuerpo todo dolor…
El té me parece ahora el remedio divino, y cualquier problema ya sólo un ligero recuerdo. Es una sensación momentánea, un efecto de lectura, pero me hace pensar en la virtud de la buena escritura, y en este caso de esa escritura, a menudo tan obviada, que es la traducción. Buena traducción, al menos, porque recrea el énfasis épico; porque traslada la virtud visual, táctil, olfativa de las palabras originales; porque compone una serie de sonidos y acentos que, al hacer música, despierta en mí el sentido de la evocación. Me siento bien tratado como lector. Gracias.
(Por cierto, si alguien sabe cómo se llama el traductor de la Eneida en la versión de la colección Austral de Espasa-Calpe, le agradeceré que me lo indique. El traductor merece un nombre en el reino de la literatura).