Tristaina es un nombre de resonancias sorprendentes. ¿Hay entre las peñas, o suspendido sobre los lagos un humor intenso y turbador para este inquietante título?
Ascendemos hacia el circo glaciar. Con su monótono tintín, unas esquilas atronan por el valle. Van al cuello de unos caballos enormes, que rastrean la hierba con sus grandes hocicos. Estos percherones, de paso corto y bamboleante, son de una piel amarronada y polvorienta, de una crin blanca sin brillo. Nos aproximamos a la recua, y alguno estira mansamente el cuello, como esperando una caricia. Son caballos para carne.
Luego el terreno baja suave hasta dos lagos.
Desguarnecidos de árboles, quedan como grandes planchas azules encajadas en las
breñas. El azul, casi cobalto, de una pureza fría y lisa, levemente contradicha
en los destellos punteados por la brisa al rizar las aguas. Miles de reflejos se
agitan en una cadencia ininterrumpida, mientras las nubes planean su corpulencia
sobre el circo glaciar. Entonces, un inesperado centelleo rompe el irregular
ritmo: un pez cuartea el espejo desde dentro y atrapa una mosca de agua. Un pez
lento, convulso en un instante por el enigma de la sangre ciega; una mosca creada
solo para rozar esta agua, hoy, este instante. Los breves círculos concéntricos
se disuelven al poco en la lisura de la superficie. Nada recordará este
contrapunto bajo la luz tenue de la tarde.
Seguimos. Los pies buscan el camino justo entre el capricho
de las piedras, los retazos de hierba, las lajas de pizarra que permiten cruzar
el animado riachuelo. Enfrente y arriba se curva el circo en un collado,
principian las escorrentías y se desenvuelve la lengua blanca del nevero: es de una
blancura sucia, que en un chispazo de memoria trae el tono de las crines
descuidadas y apelmazadas de los percherones. Pero ya hace tiempo que callaron
sus esquilas. Ahora, sobre el silbido del viento, se alza a la izquierda uno de
los picos de Tristaina, como su cabeza: la ronda una neblina desfibrada, como
uno de esos pensamientos vagos que sabemos que no tardan en disiparse,
demasiado perezoso aquí para ascender o para bajar por el exiguo nevero de
agosto, y osar la invasión del valle.
Descendemos. Al hilo del riachuelo -ahora más cerca de
nuestros pies, ahora apartado por el capricho de la senda-, se destacan o se
ensordinan las habladurías del agua, lo único que la montaña dice a nuestros
oídos. Desde este extremo íntimo del circo se ven los lagos de tinte azul y
negro, amplias horizontales que alivia el estrépito de la insistente
verticalidad y de las grandes masas inquietas de las nubes. Pero todo es más
sereno al mirar la cercanía: al amor de una roca se arriman unos rododendros,
con sus acentos carmesí sobre la sección de la piedra: en su faz golpeada e
irregular, se destacan los líquenes de un verde casi fosforescente sobre
estratos purpúreos, ocres, achocolatados, de grisuras indefinibles… No lejos,
humildes se levantan ramilletes de saxifragas de pétalos blancos, que según la
convicción legendaria de Plinio y los antiguos, son capaces de romper hasta las
rocas con sus raíces, de ahí su nombre, que sabe el latín de saxum y frangere.
También las prímulas, de sonrojo incipiente y perpetuo, y el erigerón, con su
sinceridad sin coloretes, y otras florecillas de breves cabecitas púrpuras y
añiles, aligeran la atonía del verde sufrido que todo lo abraza.
Antes de abandonar el circo, algo atrae la vista: al
perfil de una loma que se desmaya hasta el lago dormido, en el escorzo de un giro
brusco, le ha salido un arbusto grande de raíces al aire y ramas enhiestas como
los dedos de una mano crispada. Queda una estampa con carácter dramático que
responde al azote del viento y la nieve. Pero ahora, aún bajo esa forma
exasperada, recuerda a una dormición apacible en la tibieza de las luces de la
media tarde.
Tristaina, al descender por las enjutas sendas que
nos devuelven al punto de partida, a los abetos y al agua amplia y
sonora que alegra los chopos y los abedules, ya no me hago más preguntas. Una espesa
neblina, pienso, pronto vendrá a enfriarlo todo.