AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



viernes, 31 de mayo de 2013

Escribir-escribir

Escribir-escribir, solo comencé a hacerlo cuando descubrí que había alguien más. Sí: alguien más que yo, y algo más que un papel. Recuerdo que la escritura al principio fue ejercicio escolar —donde la áspera musa del cumplimiento apenas conseguía arrancarme unas líneas—; y que años más tarde giraron las tornas, y que se me presentaba por doquier como una invitación al juego, la expresión, el desahogo, la exploración, el estilo… Veo la sucesión: tormento, luego deseo de placer... pero también un matiz común: la soledad. 

Sin embargo, la escritura ganó su estatura cuando apareció el otro. Fue al iniciar un blog: ahí se expresó su estructura de diálogo, su alma responsable. Escribir era responder, y aún no he conocido acicate más poderoso. Se acababa la obsesiva re-decoración del interior de la propia torre de marfil, el hacer monadas en la mónada del yo autoclausurado y autocompasivo. Al menos se abría una brecha, y se colaba una presencia personal, tenue a veces, y otras nítida. 

Como todo en la vida, la escritura también es una partida donde el primer movimiento nunca es nuestro. Todo lo valioso va así: alguien puso algo, mostró primero, preguntó, rogó, invitó... ¿No entramos en una red de preguntas al venir al mundo? ¿Acaso no hemos sido llamados, o es que alguien se llamó a sí mismo? Escribir, pero escribir-escribir, es mucho más que un disponer palabras según los protocolos de algún pequeño placer; es uno de los modos más dignos de estar en apertura, novedad, exposición al otro. 

Y poco tiene que ver con lo que nos viene a la cabeza cuando pensamos en "publicar", y con otras fiebres inducidas por el ego. El escritor-escritor tiene una felicidad de hierro. Le asiste el hábito de responder a alguien, la esperanza del diálogo que disuelve la soledad.

viernes, 10 de mayo de 2013

Inteligencia musical, de Íñigo Pirfano: cuatro notas de lectura



I.

A medida que lo iba leyendo, pensaba: “¡Qué bien le harán estas páginas a tantos músicos, sobre todo a los jóvenes”. El músico con formación “clásica” posee grandes hábitos, sabe de grandes renuncias en medio de una sociedad que grita sin desmayo: “No renuncies a nada”. Pero a menudo la perfección formal, la alta exigencia y competitividad, las inexorables verdades del cuerpo —del que radicalmente depende su trabajo—, generan ciertos espirales obsesivos y neuróticos que dejan poco tiempo y sensatez para cualquier otra cosa que no sea la lucha acérrima por mantener la forma… y los conservatorios —como las universidades de hoy— se sitúan programáticamente a salvo de lo que podríamos llamar “formación personal del músico” (basta recordar que si algo se repite como un mantra en la pedagogía de la educación obligatoria y el Bachillerato es esta meta insuperable: “formar para el mercado laboral”; el virus está en todas partes).
En este sentido, Inteligencia musical me ha recordado a otro fantástico libro, Estética musical, de Alfonso López-Quintás: el mismo empeño en ir a lo que verdaderamente necesita un músico cuando le pide a la música, a la que le está entregando todo, que le ayude a ser mejor persona, y a ayudar a sus oyentes.


II.

Pero no es un libro “para músicos”. O no solo. Se dirige a la persona, a cualquier persona, porque hay una falla profunda entre el hombre de hoy y la música: y a esa fractura, que es la que Pirfano quiere suturar (como diría Alejandro Llano), se alude, como si fuera su remedio, en el título del libro: se trata de inteligencia cordial, y por eso está latente en estas páginas esa robusta tradición de pensamiento que en el siglo XX ha reivindicado inteligentemente el corazón, tanto frente a su olvido en la modernidad, como a su apoteosis banal en la postmodernidad —qué bueno en este sentido el capítulo “Supertramp tenía razón”—. Y esa sutura Pírfano la acomete en un ir y venir entre términos y realidades de la profesión musical, y las aspiraciones de bien, verdad y belleza de la vida cotidiana. Metáforas, comparaciones, anécdotas, bien traídas y articuladas, magníficas orientaciones de audición de piezas concretas, iluminan las dos riberas para que dejen de mirarse con extrañeza. Se han construido puentes. Pasen, pasen.


III.

En nuestros tiempos alejandrinos, saturados de voces vanas, carcajadas huecas, siempre contrasta el sotto voce de los pocos maestros; su metrónomo y su diapasón nos retraen a las sencillas verdades. Y no perdemos nada: lo sencillo es enorme; la vida, hermosura enorme y sencilla. El yo, terrible y menesteroso, anhela voces sanadoras que reconoce en la sencillez. Y aquí Pirfano nos invita a una polifonía, conjuntada con verdadero arte musical: Shakespeare, George Steiner, Oliver Sacks, John Blacking, Unamuno, Orwell, Graham Greene, Orson Welles, Verlaine, Vargas Llosa… Y Bruno Walter, Giulini, Celibidache, Von Karajan… Y las numerosas audiciones sugeridas y comentadas, como un selecto “menú” espiritual, para quien se acerca por primera vez, y para quien se encuentra desde hace tiempo en su patria: Beethoven, Schubert, Ravel, Chopin, Rachmaninov, Bach, Stravinsky, Mozart, Haendel, Mahler…


IV.

Afectividad, relación, servicio, liderazgo, simpatía, silencio… ideas desde la cordialidad, expresadas con la afabilidad y la firmeza de un director de orquesta que ha escrito un libro urgente; pensamiento para traernos de nuevo por la vía musical, una vía insustituible, a lo humano, nunca demasiado humano.

martes, 7 de mayo de 2013

Calidad de frase


Es una expresión de Julián Marías. Mi amigo Rafa Martínez, hacía algo más de un mes, me había hablado de otro término de nuestro filósofo: “calidad de página”; y yo quedé con el compromiso de hacerme con el libro donde expone la idea. Pero la vida… y ayer, hojeando Internet —porque hay páginas web—, me encuentro el artículo de Marías donde acuña la expresión nueva: “calidad de frase”, como un corolario de la que me anunciaba Rafa.

Dice Marías que es la intensidad y la brevedad lo que traen consigo estas frases de notable calidad; que va de suyo en la poesía, pero también abunda en la prosa: Ortega o Gabriel Miró serían ejemplos, mientras que no Galdós o Baroja —es decir, que asoma más esta frase por los dominios de la reflexión y la descripción intencionalmente estéticas, y no es tan visible en la narración—; y da como ejemplo algunas de las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique:

Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.

Olé. Lírica discursiva, un género arriesgado donde cansar al lector no es difícil, donde manda la justeza, y la imaginación va elegante por ceñida. En estos tiempos de airbag espiritual, la disipación intelectual y afectiva pasa el gato pardo de cualquier cosa por liebre del estilo sugerente. No hay que deja a Manrique muy de la mano.

“Calidad de frase”, y a mí me viene a la mente otro marbete: “frase en sazón”, en el punto de madurez; porque, en general, en el bulto de las urgencias del día, escribimos mucha frase “verde” y prematura; y con qué facilidad deviene en rédito para las ambigüedades programadas de los media y la escenificación de la política para el prime time de los telediarios.  

Pero, como se dice en Italia, acabemos “in bellezza”: calidad de frase, como si nos fuera mucho en ella, nos importara el lector, tomárnoslo en serio y no en serie; porque escribir, comunicar, pueda ser un acontecimiento, una invitación, una educación; sugerencia y sazón; elegancia.