I.
Un pasaje de Pobres
gentes detuvo mi lectura: el ataúd del estudiante Piotr Pokrovskii
traquetea sobre un coche de caballos al trote, en dirección al cementerio de
Volkov, en San Petersburgo. Llueve, una brocha gris lo tiñe todo. Tras el
carro, el viejo y humilde padre del estudiante arrastra los pies solo y desesperado, su llanto le
atraganta, el gabán lo lleva repleto de los amados libros del hijo, cuando alguno cae
al fango, lo recoge, y prosigue. Al doblar la esquina desaparece el coche, el
padre… y nuestra visión. No hay más. ¡Ah! Tan definitivo es el golpe de ver
como el de no ver, de mostrar como el de no mostrar. Nunca somos más inconscientes
de cómo estamos viendo a través de los ojos de Dostoievski, que cuando más modela
nuestra mirada. Porque ante este atisbo de tremenda verdad moral, tan artísticamente mostrada, vemos y la verdad nos hipnotiza.
II.
Varvara Aleksiéyevna, testigo y narradora de la escena,
deja allí de escribir. Punto y aparte. Durante esas fracciones de segundo en
que Dostoievski nos ha dejado solos con la imagen amputada, hay asombrosamente
tiempo, una eternidad de tiempo, de tiempo que no se mide con un reloj. Es un tiempo
de lectura, pero de ese tipo de
lectura que nos pone en una extraña dimensión, incómoda y fascinante a un mismo
tiempo.
III.
Pensemos espacialmente el alma. Sería entonces como esos
lugares donde un leve ruido resuena poderoso. Digo espacialmente, pero no se
trata de ver el espacio, sino de oírlo.
Hay lugares que no los percibimos en sus fronteras visuales, sino por la
hondura en que resonamos en ellos. Y así el alma da esa primera noticia de sí,
acústica, en la lectura.
IV.
¿El alma como espacio o dentro de un espacio? Ah... Dostoievski,
no tengo mejor respuesta.