AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



lunes, 30 de agosto de 2010

Las horas del verano

Una de esas películas que te dejan más expectante que lo que estabas al comenzar a verla. ¿Qué ocurre? Nada. Y todo. Cine francés (Juliette Binoche, Charles Berling, película de Olivier Assayas). Una cámara muy literaria, atenta a los detalles irrelevantes (?) de lo real, como contrapuntos de peso a la trama, hasta hacerte pensar que estás viendo un trozo de vida filmada. Desde luego no es eso. Pero el guión apunta hacia ahí.

Creo que hay algo un poco tramposo siempre en este cine. Porque sí hay una postura ante la vida, aunque parezca que es sólo un espejo puesto delante. Te deja pensando, y con la retina regalada.

viernes, 27 de agosto de 2010

Summertime, ahora que se termina

Vicente Huerta, en su blog Ser persona, comentaba una entrada de este blog sobre las versiones de Summertime. Acababa diciendo: 

"Me ha dejado pensativo porque también a mí me gustaría saber cuál es mi mejor versión... y poder interpretarla".


Así es, la vida podría ser vista como una canción -como una narración-, que hemos de interpretar. Cuando ves cuántas versiones hay de Summertime, y todas tan distintas, piensas que la vida es así de misteriosa y fantástica, esperando esa interpretación que cada uno ha de hacer. Y la vida parece decir que no se resigna a no tener nuestra versión en su discoteca.

Muy buena la versión de Charlie Parker puesta en el blog Ser persona.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Arte sacro y miedo

Hace tiempo, un joven catedrático de nuevas tecnologías en una facultad de bellas artes de España, me contaba que había puesto en marcha el proyecto de suspender un holograma -imagen tridimensional- del Santo Cáliz/Santo Grial custodiado en la Catedral de Valencia, España, en medio de la nave de la Iglesia de San Juan de la Peña, en Huesca (lugar donde estuvo en su periplo medieval). Argumentaba que la Iglesia, que había contado con la vanguardia artística en el Renacimiento, debería seguir haciéndolo ahora. Había una institución bancaria que costearía el proyecto. Al final, la institución se echó atrás.

Creo que fue el miedo.

El miedo de crear ilusionismo, de borrar las delicadas fronteras entre lo espiritual y lo psicológico. El miedo de que un público como el actual, que tiende a dar mayor crédito y asentimiento afectivo a lo virtual que a lo real, que exige hiperrealismo en las representaciones, convirtiera un lugar de oración en una atracción cinco estrellas de la World Frikis/Freaks Guide.

Se podría hablar de muchas cuestiones implicadas en esta anécdota. Ahora mismo, sólo decir que no vale todo por ser puramente actual, tecnológico o vanguardista. Las personas somos una realidad extremadamente delicada, muy difícil de recomponer cuando se fragmenta.

lunes, 23 de agosto de 2010

El inodoro de Lennon y la gran superficie de nuestra cultura

Pues sí, está en subasta, se estima que la "cosa" alcanzará entre 750 y 1.000 libras (entre 916 y 1.221 euros). Igual era agosto el mes para sacarlo, cuando todo el mundo dormita y hacen falta cosas estrafalarias para motivar a la gente y remover las aguas mediáticas. Pero igual también es algo que puede ocurrir en cualquier momento, y que tiene raíces más profundas. Uno se acuerda del urinario de Duchamp, y de toda esa actitud de llamar la atención en un mundo que se ha empeñado en que lo que no es llamativo no existe.

En una cultura de cosas llamativas, todo ocurre en la superficie, en la epidermis, por donde todo resbala y todo es inestable, como una gota de agua.

Al final, nos acordaremos más de Lennon por aquel urinario que alcanzó una cifra astronómica, dio tumbos por varias exposiciones internacionales, acabó en la Tate Modern y en las "ipads de texto" de los escolares de mañana mismo. ¿Y de sus canciones? Imaginese.

viernes, 20 de agosto de 2010

La escritura y la regresión

Que alguien hoy abra un cuaderno, tome un bolígrafo y se ponga a escribir, supone una serie de condiciones que vale la pena considerar. Nunca en la historia el hombre -en Occidente- ha tenido esos medios expresivos y comunicativos, de un modo tan fácil; nunca ha sido tan consciente de su interioridad personal, de su dignidad, de eso que hace que tenga sentido entrar en sí mismo, dedicarse tiempo, bucear, expresarse, comunicar. Y todo esto ha venido a través de la Modernidad, que en este sentido recogía la tradición humanista clásica y la cultura cristiana con su énfasis en el "hombre interior" y el optimismo en la intimidad, pues es donde Dios es más íntimo a uno, que uno mismo. Si la intimidad es el lugar de encuentro con Dios, la intimidad es un "lugar" feliz, el más feliz. Por eso Freud, y toda la gama de productos derivados, no puede dejar de ser radicalmente pesimista.

Si fallan estos dos afluentes, el río moderno se nos seca. No es de extrañar que el estado tan lamentable -en algunos aspectos- de nuestra cultura se dé simultáneamente con el olvido e incluso la militancia contra la tradición clásica y el cristianismo.

Decía Chesterton que los que atacan a la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen. Mutatis mutandis, los que intentan reinventar al hombre y la mujer, la familia, el matrimonio, la educación y cualquier pilar básico de la cultura a golpe de idea feliz, ideología, coyuntura, oportunismo, acaban -para lo que es nuestro caso- atacando la escritura. Y muchas veces, el peor ataque es el silencio. Como está ocurriendo. ¿No es sospechoso que nuestro sistema educativo no enseñe a escribir, y sí a clicar? ¿No recuerdan el mouse y el joystick a los palos para encender fuego, no estaremos en una regresión ad Neanderthalem?

martes, 17 de agosto de 2010

Flannery O'Connor a la tercera

Hay cosas que solo salen a la segunda o a la tercera. A mí me ha pasado con Flannery O'Connor: llevas años rodeado de admiradores de la escritora, conoces bien las portadas de sus libros, títulos, comentarios, incluso te aventuras a leer algún relato. Pero nada. Se lo achaco a esos imponderables de la vida, que hacen que no seas la persona adecuada en el momento oportuno. Pensabas que te subías al coche de bomberos en el tiovivo, y realmente era la jirafa. En fin, un desencuentro de tantos, una asimetría más entre expectativas y hechos. Llegó a preocuparme un poco. Pero tampoco hay que darle mucha importancia, es condición humana; y además, con un poco de paciencia, las cosas se reordenan, y a la siguiente vuelta sí que es el coche de bomberos, o algo todavía mejor, por ejemplo la casa de Blancanieves.

Bueno, tomé los cuentos completos de O'Connor, el de la portada con la niña famélica, y me leí el primero, el del geranio. Iluminación. Ahora sí. Las ruedan dentadas de la lectura encajaron bien: se me reveló un mundo y una voz. Creo que estaré un buen rato en el tiovivo. 

lunes, 16 de agosto de 2010

La sobremesa de la lectura

Leer se parece mucho a comer. Toda buena lectura exige su digestión. Los atracones y empachos también se dan ante el hechizo hipnótico de las estanterías. Cuando termino de leer un buen libro, tengo un sentimiento doble y encontrado: me gustaría seguir leyendo, continuar con esta experiencia tan grata; y al mismo tiempo, este libro recién terminado, que todavía humea unas sugerentes volutas por la contraportada, pide una sobremesa, una digestión según sus propias leyes. Y creo que tiene razón. Hay que dejar que las cosas den de sí como tienen mandado dar, y no apresurarlas, ni hacerles violencia. Porque nos quedamos sin ellas, y al final, sin nosotros mismos, que deberíamos haber crecido en esa experiencia.

Todo buen libro exige su sobremesa, y a veces puede durar días, mientras va segregando sus vitaminas, revelando lo que tiene que dar al contacto con lo gástrico de nuestra alma. Y cada alma es diferente. Cada hombre o mujer agota la especie -por decirlo de un modo escolástico, y paradójico al mismo tiempo-. 

Así que sólo aporto una proposición de ley de bromatología lectora, amparada en mi experiencia personal, que creo que puede ayudar a alguien más a alejar la gastroenteritis literaria.

viernes, 13 de agosto de 2010

En lugar seguro y un final abierto

La terminé. En la anterior entrada hablaba de lo contingente que es la lectura. Me pasó con En lugar seguro, de Stegner. Ya me gustaría volver a leerla, sobre todo esa parte final, de un tirón, que se me fragmentó con las mil pedradas de la vida. En fin, no hay marcha atrás para nuestro río, Heráclito. Bueno, no es para ninguna tragedia, todo es aprender y tomárselo con humor.

Y de algún modo esta novela tiene que ver con esto del tiempo implacable que avanza, y del ritmo humano que le vamos poniendo, precario, acelerado o moroso, y tantas veces más allá de nuestro deseo. Me gustó este modo de narrar de Stegner, muy bien dirigido por la voluntad de contar, yendo a lo que le interesa al narrador, dejando al lector a veces un poco rezagado, sin algún dato, para que corra a unirse al pelotón cuando unas páginas más adelante se entera de lo que quedó tensamente suspenso.

Contar la vida es siempre elegir, desestimar, podar, con un poco de inseguridad con respecto a lo que es verdaderamente importante, y con la apertura a lo que todavía no ha terminado, a alguna revelación, y que podría cambiar la narración si continuase. Y los finales abiertos hablan de esto. 

Pero hay que contar, asumir el riesgo. Y Stegner lo hace, y muy bien.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Lectura como performance

Solemos decir: "Leí tal novela y me gustó" o "No me pareció muy buena". Si uno lo mira fríamente, la lectura de una novela suele ser una acción discontinua, al aire de nuestros estados anímicos y físicos, posibilidades de tiempo, contingencias de todo tipo. Nuestros juicios no pueden obviar esto, y sin embargo tendemos a hacerlos con contundencia, como si hubiéramos leído de un tirón, en el óptimo de los estados personales posibles. En fin. Luego, releemos, o releemos un pasaje, o conversamos con otro lector del mismo libro, y empezamos a detectar las contingencias de nuestra lectura. ¿No es algo muy bueno, conocerse mejor, a hilo de esa actividad tan humana que llamamos lectura?

lunes, 9 de agosto de 2010

Merluza congelada

No me acuerdo de cuándo ni por qué lo anoté, pero allá va: Los textos de los filósofos son como la merluza congelada: hay que ponerlos al calor, para volverlos comestibles. Y ese calor puede ser el de la literatura.

viernes, 6 de agosto de 2010

Efecto boomerang

Nunca he lanzado un boomerang, y tengo que hacer un acto de fe para creerme que vuelve. Pero lo hago, sin problemas. Supongo que no menos de un 75% de las decisiones que tomamos diariamente están basadas en actos de fe en personas e instituciones. (Qué extraña toda aquella duda radical de Descartes, hay que rallarse bastante para llegar a eso).

Total, digo lo del boomerang porque sí que he lanzado libros, a través de la lectura; o mejor, me he lanzado en la lectura, y si la lectura ha sido buena, he vuelto a mí con alguna ganancia (si el libro es malo, o la lectura es deficiente, uno se queda por ahí, como un boomerang mal lanzado, y tiene que volver andando y fastidiado por algún golpe en las costillas). 

No creo que exista un mejor deporte para el verano, cuando ves tanta gente varada en la playa, o en alguna tediosa barra -también las hay interesantes, pero suelen ser de gente lectoboomerante-.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Clásicos, contemporáneos y vacaciones

Pensaba que el verano sería más receptivo a la lectura de novedades que a la de los clásicos. Bien, estoy modificando este prejuicio. Aunque, entre manos tengo En un lugar seguro, de Wallace Stegner, que promete de verdad. Debe ser, justamente, la nostalgia de la casa: cuando estás de vacaciones, pasado un tiempo, empieza a insinuarse el hogar. Una presencia en ausencia, pero presencia efectiva. 

El verano queda asociado a cierta indolencia y levedad vital; el invierno a lo sesudo y serio. La vida siempre se escapa a nuestras recetas. Qué bueno es que nos sorprenda.

lunes, 2 de agosto de 2010

Bajar abajo

Hay frases que nos acompañan a lo largo de los años. Alguien lo dijo, nos llamó la atención, y cada vez que se repite, suena la campanilla de plata y recordamos nuestra personal cavilación sobre el asunto. Una de ellas es, para mí, "bajar abajo".

De entrada es una redundancia, y se tiende a asociar con hablantes poco formados educativamente, y culturalmente no muy avezados. Pero creo que hay que tomar el papel de abogado defensor. "Bajar abajo" tiene sentido. Para empezar, se salva por vía retórica: es un pleonasmo. Y por poder tener naturaleza retórica, es lenguaje con un voltaje significativo mayor que el lenguaje "grado cero" que decían los venerables estructuralistas -también hay que recordar aquello de que en una hora de mercado se escuchan más tropos que los que se leen en no sé qué obra literaria (perdón por la inexactitud)-.

Cuando le digo a alguien "Baja abajo", el adverbio no es un mero subrayado de la dirección que hay que tomar, ya indicada por el verbo. Es que "abajo" tiene un significado especial, es un allí que el interlocutor y yo ya conocemos. No se trata de bajar sin más. Estamos diciendo confianza, por lo menos. También le estamos diciendo que no se quede a mitad, que lo que le importa está abajo del todo. Así que tiene también cierto significado de contundencia, totalidad, decisión en quien lo dice.

Si nosotros, que decimos "baja abajo" ya estamos abajo, "abajo" nos significa, y este adverbio local se transforma prodigiosamente en un pronombre personal: "baja a mí".

(Y lo mismo para "sube arriba", "entra a/dentro", "sal a/fuera")

Así que abajo es una palabra cargada de significados sutilmente personales, comunicativos, que dudo que una gramática pueda reflejar, a no ser que se humanice un poco y se transforme -en algún grado- en literatura. No estaría nada mal.