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T. S. Eliot, Coros de La roca, I



lunes, 27 de enero de 2020

Esta sombra que fui, de Enrique Baltanás: cuatro notas

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Esta sombra que fui, Enrique Baltanás. "Poesía al albur". Cypress. 2019



I.
Volver a leer poemas de Enrique Baltanás me ha traído la satisfacción —pasan los días, lo voy comprendiendo mejor— de volver a un hogar. Una voz, unos poemas, un mundo: cuando te conmueven, quedan como un lugar que habitaste, y que recuerdas. Y hacía tiempo desde aquel habitar. Al leer Esta sombra que fui se ha recuperado todo aquello, han vuelto aquellas paradojas del tiempo personal y la identidad, la hondura y la belleza, la gravedad y la gracia poética. He notado una cuerda tensa, atada allí-entonces, y aquí-ahora, que mide un tiempo, un espacio y una persona poética, un tiempo sobre el tiempo de los relojes. Como todo mundo consistente que la literatura ofrece, este ha interpelado al mío, y este diálogo ya es parte de la ganancia de la lectura del poemario.

II.
Una paradoja asombrada alienta estas páginas, desde el título: Esta sombra que fui… y sin embargo es esta, no aquella que se recuerda, sino la que sigue viva, la sombra que vive comprendiendo lo que se vivió, quien se vivió… y es una sombra, ¿sombra de sombras? ¿momento ahora de reconocer que siempre se fue sombra? La paradoja es una figura literaria que presenta una aparente contradicción, que se resuelve en otro plano. Quizás Baltanás, quizás yo, queramos que lo que la vivencia de los días entrega como dilema insoluble, absurdo incluso, se resuelva como misterio y esperanza; queramos que el arte poético, trascendiendo cualquier entretenimiento constructivo para el tedio, sea una apuesta por lo que intuimos, sabemos más auténtico y sólido. Quizás en los ecos de Juan de Mairena sea donde más explícitamente se expresa este deseo (“La verdad más verdadera”). Pero yo diría que va en todo el poemario, como su alma.

III.
Perplejidad metafísica y cordial para una voz meditativa y serena. “Caminos de hierro” es uno de mis favoritos, donde se revela la oscuridad que uno es para sí, donde ese deseo hermenéutico, tan moderno, de comprenderse en la autotransparencia, se rinde mientras la vida sigue y se avanza en ese tren en el que se piensa y siente, puesto aquí como carne para el alma del símbolo. Y qué dominio rítmico e imaginario, qué difícil facilidad de contar el misterio, a la espera de su exégeta, que no seremos nosotros. De nuevo la esperanza.

IV.
O el magistral “Rosa, rosae”: quizás ya no seamos muchos los lectores que podamos hacer vibrar este poema en la lectura, con la llave justa para abrirlo, aquellos que en el sistema gramatical de las declinaciones latinas encontremos un cobijo de recuerdos y vivencias y nos sintamos iluminados por el ingenio de la transfiguración de la declinación y las caídas -casos- en nuestro vivir: aquella figura que fue de arideces metodológicas y de aprendizaje, es ahora figura con temperatura vivencial del paso del tiempo y, pese a todo, de nuestra mirada hacia la rosa de la belleza. Quizás descubramos que no fue gratuita la ‘rosa’ que se cifraba en cuatro trazos de tiza en la pizarra, y que, como en tantas cosas, hemos venido al final a atisbar el misterio de las coincidencias y las paradojas.