I.
Necesitaba algo breve para leer en un par de trayectos de metro. Un cuento. Revolví los anaqueles de la biblioteca, di con Wakefield y otros cuentos, de Nathaniel Hawthorne. Como se revive el aroma de una agradable infusión, recordé en un todo inmatizado mis lecturas del autor: La letra escarlata, "Wakefield", "La hija de Rapaccini", "El velo negro del ministro", quizá alguno más...
II.
Opera, Sol, Sevilla, Banco... discurrían el metro y las páginas de "El experimento del Dr. Heidegger": una reunión de tres hombres decrépitos y una marchita dama, convocados en la casa de un doctor amigo. Un experimento que despierta incredulidad y la llamita de una pasión dormida. Quedó suspendida la historia, había llegado al Museo del Prado y quería volver a la sala de los venecianos. Los buenos libros permiten la suspensión de la lectura sin crear ansiedad; quizás es que ya no tengo quince años; quizás el cuento de Hawthorne habla precisamente de eso.
III.
Contemplé Cristo dando las llaves a San Pedro, de Vincenzo Catena. La sencilla acción ocurre en presencia de las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza, Caridad, alegorizadas en tres jóvenes mujeres. El espíritu es joven, dice la representación, entre otras muchas cosas. Ahora pienso en el contraste con los tres viejos de la velada en casa del Dr. Heidegger, en algún rincón de Nueva Inglaterra. Y pienso en El retrato de Dorian Gray...
IV.
Cierro los ojos y recuerdo aquella tarde de verano, la sala del Dr. Heidegger, al centro la mesita de madera negra con el vaso de agua, la rosa, la luz... representados con una muda viveza que juzga frágiles las vidas de los personajes del cuento. Objetos que dicen su estoica verdad, como en una estampa de Azorín.