Acabé de leer Los Buddenbrook, de Thomas Mann, y pensé: "Qué uso tan amable de la ironía". Entonces, inconscientemente se puso a vibrar la varita de zahorí, esa que busca relaciones, paralelismos, coincidencias, y me acordé de El Quijote. En ambas obras la ironía está templada por la humanidad, en ambas experimenté una gratísima sensación de habitar la digna casa de los hombres. No era la ironía que deslumbra, que fustiga y juzga bajo una sonrisa malévola, que empuja sin miramientos al lector a que se una al atropello, a las visiones maniqueas, al sarcasmo de la caricatura.
Era la ironía que no sacrifica a nadie, y mucho menos al lector. La que respeta nuestra libertad, inteligencia y sensibilidad de lectores, nuestra dignidad personal.