Ahora que vienen los días fuertes de la Semana Santa, me
he puesto a recordar algún pasaje especialmente expresivo de los Evangelios;
algo en el lienzo de esas narraciones que cuentan la Pasión de Cristo. No he
querido indagar más cuando me ha venido casi instantánea esta frase: “Era de
noche” (Erat autem nox).
Es breve, y en mi mente siglo XXI podría ser un título
de película —seguro que llego tarde—. Una frase que suena bien ahora, y hace
dos mil años. En el Evangelio de Juan (XIII, 30) queda escrita punto y seguido
de la salida de Judas, dispuesto a traicionar por dinero al amigo.
He de decir que lo que en mi memoria se ha mantenido no es
exactamente “Era de noche”, sino “Cae la noche”. Si Juan refiere a la noche,
tan escueto, tras el inicio de la traición; si quiere poner esta pincelada
expresionista, cargada de sentido por la contigüidad de lo que ha contada
inmediatamente antes… entonces yo no puedo dejar de sentir ese “caer”, esa
contundencia expresiva, esa retórica fuerte de puñada visual en “Era de noche”,
y supongo que por eso, inmediatamente pienso en “Cae la noche”.
Las noches caen, como los días nacen (ortus) y mueren
(occasus). Flexiones del lenguaje que, sin embargo, son casi naturales, casi
dictadas por el propio sol, o las sombras.
Cae la luz, la inocencia, la visión, como apagón que hace
caer, que disuelve de un manotazo; y en otro sentido de caer, caen las
tinieblas como pesado telón con su peso opaco, que cambia el escenario, que
deja sin el sentido que asistía a las acciones que se representaban sobre aquel
fondo —Benedicto XVI escribe en Jesús de
Nazaret II, que Judas “sale para entra en la noche”—: es otra escena, otra
hora.
Esto comparece cuando contemplo ese “Cae la noche”. Y
pienso (casi) por instinto de supervivencia en un alzamiento, en un sol que
nace. Y recuerdo que hace falta una travesía de sábado —y recuerdo que George
Steiner escribe que solo caminará hasta el sepulcro del gran hombre, que no
podrá ir más allá—. Yo acompañaré a Steiner, pero tampoco podría ir más allá; si
no fuera por un don inmerecido, impensable e insospechado, como las buenas
metáforas.