I.
“Tarde te leí”, como el “tarde te amé” de San Agustín. Y
un día… sobrecogedor.
II.
Muestra personajes psicológicamente condicionados por la
convulsa Rusia zarista de los años 60 del XIX, pero hay más, mucho más. Si
Dostoievski sigue siendo Dostoievski es porque está diciendo la verdad. Algo
que olvidamos al buscar la esencia de un clásico: un clásico es un señor que
dice la verdad, o bastante verdad, o bastante profunda.
III.
El primer cometido de la novela es la fidelidad a la piel
de la vida, a cómo se presenta la realidad; y esto no riñe con que el narrador siempre
cuente desde un punto de vista o que cuente un mundo de dragones o espadas
láser. Dostoievski quiere contar la variedad de situaciones, estados de ánimo,
reacciones, contradicciones, obscuridades, luces… se dirige a la complejidad.
Hasta los personajes que fácilmente se prestarían a un molde compacto, se
revelan poco a poco inasibles, evitan la categoría cerrada. Entonces te
preguntas qué visión tiene Dostoievski, que abre el plano y al mismo tiempo
profundiza. Es un panóptico que te revela la estrechez con que tú mismo miras
la realidad humana.
IV.
Pero Dostoievski no es un relativista; o sí, pero en este
sentido: relativiza el juicio sobre la persona, pues descubre un abismo al
asomarse a ella, mientras deja bien clara la cualidad villana de la acción
realizada. Es un autor radicalmente cristiano: reserva el juicio, y la
misericordia, a los ojos de Quien pueda sondear y asumir las luces y las
sombras del misterio de la condición humana, del hombre y la mujer concretos. Y
todo lo demás es novela. Nada más. Nada menos.