I.
Ha sido una alegría recobrar en la lectura de La paciencia de Sísifo, aquel mundo que
ya vibraba en La papelera de Pessoa. La
luz sobre el almendro: el cielo, las nubes, la lluvia, los árboles, las
flores, las hojas, el jardín, los insectos, la tierra, el barro, la luz… En esa
altura media de las cosas levantadas de su singularidad, pero lejanas todavía de la
abstracción; ahí donde aún retienen el aroma de la experiencia, mientras se adivina ya la
transparencia de lo universal.
II.
Me conmovió la “Autoarenga”, especialmente los primeros
versos, esa metáfora articulada:
Las flores del
fracaso se han bebido tu vino.
No te importe,
levanta
tu copa con el agua
del arroyo.
La energía del ritmo y de la actitud exhortativa, la razón
moral, los ecos clásicos, el encabalgamiento que hace resonar el imperativo. A
uno le gustaría tener esa serenidad y elegancia para autoarengarse, la verdad.
III.
Y ese mundo que encierra el haiku clásico, transplantado aquí con flexibilidad y delicadeza, que pareciera que siempre hubiese sido cosa de Cabanillas del Campo, y no de faldas del Fuji Yama. Como en "Exploración":
No preguntes por qué
se ha partido la rama.
Busqué con mi cuchillo
tras la corteza el alma.
Me reencuentro con una voz sazonada, y como siempre, es muy difícil razonarla en estas notas. Pero así es: de nuevo ese algo sinergético, que va más allá de las bondades de unos componentes, de unos recursos; ese milagro que de lo diverso, hace lo uno y lo único; que refiere todas las observaciones puntuales a ese más allá suyo que, paradójicamente, todo lo funde en el más acá de las palabras justas. Una vez más, poesía.
IV.