Pese a lo que me habían advertido, el alumno finlandés sí
habla. Es cierto que a la pregunta directa de un descarado meridional responde
con un rictus instintivo de alarma; pero apenas un segundo, pues se repone y
contesta, y con inteligencia e interés. Al menos, así hacían los que tuve la
oportunidad de conocer en clase.
Universidad de Tampere, a ciento y pico kilómetros al
norte de Helsinki. Una mañana de septiembre, de un frío incipiente que comienza
a poner a los arces colorados. La universidad es moderna, limpia, acristalada, y
las moquetas desconocen los papeles dejados caer. En un pasillo los alumnos
presentan unos pulcros tenderetes con ofertas de clubs y asociaciones. El curso
acaba de comenzar.
Y comenzamos la clase, con medio centenar de alumnos, de
edades muy diversas. Imágenes, frases, un poco de mímica, apuntes de humor y
una dinámica constante de preguntas y respuestas: juegan todos, o casi. Se
inventan frases, breves diálogos, alguna microhistoria. El idioma español
trastabilla, pero no cae, se fortalece en las heridas, ¡bien! Evitar el error
no puede ser la piedra angular de la educación; lo esencial es comunicar. Esta
sencilla regla desbloquea el aprendizaje. Lo veo aquí, y tantas veces
al sur de los Pirineos.
La pronunciación es clara: el finés, como el español,
muestra una notable seriedad silábica: cada sílaba está protegida –lo opuesto al
bárbaro atropello inglés-, un instinto democrático afirma su derecho a ser
pronunciada con dignidad.
Y una pequeña maldad: conocía esa leyenda de que los
finlandeses saben hablar en latín, pues lo veneran desde la cuna; incluso –y
esto es comprobable- tienen noticieros radiofónicos en la lengua de César. No
me contengo. En plena clase, buscando modos de comunicar, pregunto en dicha
lengua y… oh, al menos una alumna responde al reto. Breve diálogo. Veni, vidi, victus sum! Como penitencia, creeré un año más en el
informe Pisa.