I.
La muerte, con el tiempo, se me ha ido haciendo presente, y así, presencia. Imprevisible, pero puntual en traer sus notas, sus apuntes... hasta avisarme de otras maneras, otros colores, otro pesar de las cosas. Ya no sabría vivir sin ella. Curioso. Me lo recuerda La muerte oculta, poemario de Javier Sánchez Menéndez, que lleva ya un tiempo en mi estantería, y así me recuerda leve y me lo recuerda todo leve. Antonio Colinas sitúa el libro en su tiempo histórico de escritura, para de ahí levantarlo al misterioso tiempo de la lectura. La que cualquiera puede hacer, una tarde, al tomar el libro de su estantería.
II.
Tomás Rodríguez Reyes, en su ensayo de epílogo recorre La muerte oculta en su estructura y explicita sus fibras para que los poemas anuden firmes en referencias y resuenen en ecos, en la gran polifonía de las palabras necesarias. Yo me limito a abrir el libro, a dejar que una estrofa de canción se diga, como al pasar por una calle, una voz. Yo obedezco a 'La siembra':
Te han dejado dormir este noviembre,
cuando comienza la siembra de los brotes,
cuando el invierno ajeno a los espacios
pasea por ese sitio
y me aguarda en la noche de los sueños.
III.
Cuántas veces, al leer unos versos, los descubrimos vividos desde hacía tiempo, nos palpamos el alma, los bolsillos, "Pero, si los llevaba encima". Al acaecer al fin en otra voz, en una voz, sabemos una vez más que la vida está siempre a un punto de decantarse en poesía. Así, al leer:
La noche ya es la noche,
la terrible canción sin fin ninguno.
No hay realidad en la noche
y ya llegó mi vida, mi amor
y mi destino: siempre es la claridad.
IV.
Cuántas noches que no queremos, terribles porque nos disuelven... Y nos parece poco decoroso que todo esto siga sin nosotros, y echamos mano de "mi vida, mi amor/y mi destino: siempre es claridad". Esa intuición que se rebela, esos versos que acuden a la mano vacilante, para trascender la muerte oculta.