I.
Asistí ayer al coloquio sobre el mito de Orfeo y su
pervivencia, en el Espacio Leer, una meritoria iniciativa de la Revista Leer, que ha puesto en escena, o
mejor, ha puesto un escenario para actividades diversas sobre la literatura.
Los profesores Carlos García Gual y David Hernández de la Fuente ocuparon el
tresillo púrpura para comentar sobre el mito, con ocasión de su libro El mito de Orfeo. Estudio y tradición poética,
y al hilo de las preguntas de Maica Rivera, redactora de Leer. Maica hizo que el
encuentro transcurriese en un andante con moto, suscitando respuestas
iluminadoras, mientras el numeroso público seguíamos la conversación sin perder
una jota. Una duración ni exigua ni prolija; a mi gusto, la que debería medir
los actos culturales, que te deje con ganas de más y te haga sentir que has vivido
otra temporalidad. La literatura va por ahí.
II.
Tomé bastantes notas, recordaba las clases con mis alumnos
de Mitos literarios y publicidad de autor, en el primer cuatrimestre, aquella vez que se
avivó un interesante diálogo sobre el mérito o demérito de Orfeo en su descenso
al Hades en rescate de Eurídice. Recuerdo a la facción crítica con una
ferocidad vecina a la de las ménades, dispuestas a despedazar a Orfeo: “Si
tanto quiere a Eurídice, que muera y se reúna con ella, y no nos venga con
trucos”, haciéndose eco de la crítica de Platón al cantor, en El Banquete.
III.
Escuchando a los dos expertos, no me resistí a continuar en
mi libreta unas notas sobre los atributos del arte, en el contexto de este
mito: si el arte no puede vencer la muerte, sobre todo la muerte del otro —para
tantas personas, más importante que la propia—, si es incapaz de retornar a la
persona amada, al menos sí puede detener el tiempo por la contemplación en que
se sumen ejecutante y receptor: Ovidio cuenta que tras el discurso forense ante
Proserpina y Plutón, Orfeo hace valer su arma de delectación masiva, la música,
y que los grandes sufrimientos arquetípicos, los de Sísifo, Tántalo, Prometeo,
se detienen. ¡Se detienen! Qué increíble conexión entre arte, placer y
misericordia. El arte puede instaurar otro tiempo, un tiempo nuevo que se hurta
al tiempo de los relojes, y que se transfigura en algo muy parecido a un
espacio bienaventurado: un espacio, y por lo tanto una habitabilidad; un cielo
que llegaría a hacerse valer incluso en el mismo infierno. Pero un cielo transitorio en el mundo antiguo:
el arte terminará y el infierno será, por necesidad, irrevocable.
IV.
Preguntaba Maica por la lectura de Orfeo que hace el
cristianismo, y David Hernández dio una respuesta rigurosa e iluminadora.
Continuando en mis notas el argumento, pensé que la acción de Orfeo y la de
Cristo son igualmente por amor, el primero por Eurídice, el segundo por el
género humano; pero lo que no consigue el primero, lo consigue el segundo, con
la conclusión inconcebible para el mundo precristiano, de que el infierno —cuando menos, umbrátil e insípido, cuando más, atormentador— pierde la última
palabra y deja de ser una de las vigas maestras de la economía
cosmológico-ética de la Antigüedad. Cristo sí muere: respuesta al reto que
había lanzado Platón al mito de Orfeo, de no alcanzar la dignidad de un comportamiento amoroso excelso. Lo que no se imaginaba el filósofo de las ideas era que se pudiera responder con otra historia
que desbordaba los cauces del desafío: morir por amor, sí, pero además rescatar,
resucitar y desautorizar el infierno.
Al salir no quise mirar el reloj, flotaba como una melodía
en Lavapiés. Descendí al Metro.