De
esa multitud de placeres asequibles que descuidamos por pura negligencia, he
rescatado hoy el de elegir una lectura para un momento determinado. Iba a dar
un paseo por San Sebastián, el tiempo para leer sería limitado, así que tomo el
librito de Cuentos, de Oscar Wilde.
La
luz de la primera tarde pone un granito de azafrán en todos los colores y deja
una cálida bendición sobre cosas grandes y pequeñas. Una invisible mano de
gigante alborota la fronda de un gran tilo y agita el sonajero de hojas. Al
poco se hace el silencio y se escuchan otros sones más tenues e indefinidos.
Los fondos del paisaje, mirando hacia el interior, también parecen
adormecidos.
De
los Cuentos de Wilde escojo "El
gigante egoísta". La nieve, el hielo, el viento del Norte, el granizo
resultan aún más fantásticos bajo esta tibia tarde. El jardín del gigante es de
simples y breves trazos. Jardín de cuentos, al que los lectores asentimos con una
imaginación idealista. No nos detenemos a disfrutar de la oscilación nerviosa
de las frondas: los jardines de los cuentos son diseñados para que no nos
distraigan de la trama moral.
“Tengo
muchas flores bellas —decía el gigante—; pero los niños son las flores más bellas”. De una
piscina cercana llega una algarabía infantil. La tarde continúa, la luz va
borrando sus brillos, la textura de todas las cosas se concentra y adensa. “Hoy
vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso”.