I.
Acabo de leer Ética en los conflictos de la modernidad. Sobre el deseo, el razonamiento práctico y la narrativa, de Alasdair MacIntyre (Rialp, Madrid, 2017). Tres días de lectura intensa de estas 523 páginas que me han parecido apasionantes, al tiempo que muy exigentes. Con el libro lleno de papeles amarillos con anotaciones y de pegatinas de diverso color, comienza ahora el trabajo quirúrgico, la relectura selectiva, las luminosas constelaciones que cada uno trazamos en nuestro firmamento personal.
II.
En 1994 estuve con MacIntyre en un breve seminario organizado por un grupo de teólogos y filósofos en Londres. Yo era un doctorando que andaba de profesor ayudante de español en la University of Wales. Había leído Tras la virtud, Justicia y racionalidad y Tres versiones rivales de la ética; y si había aprendido muchas cosas de aquellas lecturas, sobre todo era consciente de lo que aún tenía que aprender de aquellos textos que iba desentrañando poco a poco. Así que no iba a desperdiciar la oportunidad de conocer al autor.
Fue en una biblioteca, entre estanterías de madera, cuando antes del coloquio me presentaron al filósofo escocés: de palabras justas, serio, educado, un fino y mesurado ironista. Durante el coloquio pude poner voz a tantos párrafos leídos, a aquellos razonamientos rigurosos, a aquellos argumentos a menudo sorprendentes por las conexiones, por la procedencia de los recursos intelectuales, por su apertura y actitud dialéctica.
Me armé de valor e hice una pregunta: por aquellos años rampaba la deconstrucción de Derrida en los estudios literarios, y aquel discurso de finitud, repetido por todas partes con machacona insistencia decretaba el fin de todas las razones por las que yo me dedicaba a la literatura. ¿Había que hacer oídos sordos entonces y seguir adelante? MacIntyre contestó -aunque ahora yo sería incapaz de recordar las palabras exactas- que había que distinguir entre la deconstrucción como filosofía antimetafísica, y la deconstrucción como método, pues sí había ideas que deconstruir. Más aún, como método servía para buscar la verdad, y nos contó que el propio Derrida en los seminarios sobre sus textos insistía en que los asistentes los leyeran bien y no se equivocasen al interpretarle. Me sirvió, mucho, para distinguir entre ideología y método: todo método procede de un humus ideológico, pero puede ser utilizado en otros contextos. Ahí estará su capacidad, en buena medida, como herramienta heurística.
III.
En esta obra MacIntyre vuelve a poner en juego sus excepcionales dotes de filósofo, historiador y sociólogo; y en cada una de ellas ejercita su capacidad de entablar diálogo con toda corriente que le parezca que aporta algo de verdad: expresivismo, existencialismo, fenomenología, filosofía analítica, filosofía política, filosofía económica, capitalismo, marxismo... (qué interesante sería verle dialogar con Byung-Chul Han) desde su postura bien definida: neoaristotelismo tomista. Todo vertebrado sobre sobre una pregunta, o serie de preguntas que atañen al hombre común, y posteriormente al filósofo: ¿qué significa que la vida a alguien le va bien o mal? ¿en qué consiste ese ir? ¿en qué marco teórico se sitúan quienes responden a estas preguntas? ¿y quienes no las responden? ¿vivimos, los herederos de la modernidad, en un marco Moral determinado? ¿qué conflictos morales se generan ahí? ¿tiene la modernidad recursos teóricos y prácticos para resolverlos satisfactoriamente? ¿qué es ser un agente racional, y cómo se puede progresar o perder? ¿se puede buscar a realización personal en cuanto ser humano, más allá de la realización concreta posible que una cultura determinada puede ofrecer, sin salirse de la cultura que se habita y de la que se han recibido los recursos conceptuales y materiales? MacIntyre es implacable en la aplicación de su riguroso método, y la verdad es que obliga al lector a poner en juego todos sus recursos intelectuales -o a buscarlos si no los tuviese- para poder seguir la argumentación. Porque es un texto auténtica y exigentemente filosófico, si bien no académico en el sentido que ha venido a prescribir el sistema de investigación y publicación universitario.
IV.
Cuando publicó la versión original en inglés, MacIntyre tenía 87 años. Asombroso, porque sorprende la frescura intelectual y el gran vigor de esta obra en alguien de esa edad. Si Tras la virtud tuvo un papel seminal y revolucionario en la filosofía moral, e inauguró una investigación en marcha y siempre abierta, Ética de los conflictos de la modernidad es el último eslabón de esa cadena, de un metal muy bien aquilatado. En mi opinión, una cumbre de MacIntyre, especialmente atractiva por el peso que da al análisis e interpretación de vidas reales -capítulo final- desde esas preguntas por el auténtico desarrollo de la persona, donde la eudaimonía aristotélica o la beatitudo tomista entran en conflicto con la felicidad tardomoderna y señalan sus graves problemas. Obra verdaderamente reveladora, incisiva sin concesiones; y al mismo tiempo escrita desde un gran respeto y admiración por las mejores ideas y críticas de sus filosofías rivales.
De especial atractivo, ahora que estamos con el centenario de la Revolución Rusa, el análisis interpretativo-narrativo que hace de la vida y obra de Vassili Grossman (Vida y destino, Todo fluye...): aquel escritor, aquella persona que trascendió el problemático esquema moral de ser un buen soviético en tiempos de Stalin para descubrir en qué consiste ser un buen ser humano. Brisa fresca para los ámbitos estancos del determinismo cultural.