El buen libro, como buena cosa que es, no deja de prometer. Hay ese límite, límite de cosa por ser cosa, de estructura, de máquina. Y siempre, si embargo, extiende su índice de promesa, hacia afuera.
Como Virgilio, como Beatriz, el buen libro nos susurra, a los viajeros, esta consigna: “No, no soy yo”.
Qué humano, qué divino, el buen libro.