AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



jueves, 5 de julio de 2012

La gravedad y la manzana, de Beatriz Villacañas: cuatro notas de lectura



I.

Y yo que cuando vuelvo a La gravedad y la manzana me acuerdo del ensayo de T. S. Eliot, “Los poetas metafísicos”. Y ser profesora de filología inglesa —como lo es la autora— no genera automáticamente esas presencias en la creación poética. Y de las varias razones que vienen al caso de esa asociación, es esta frase de Eliot la principal: “incorporaban su erudición a su sensibilidad: su modo de sentir se veía directa y originalmente alterado por sus lecturas y sus razonamientos. En Chapman especialmente hay una aprehensión sensorial directa del pensamiento, o una recreación del pensamiento en el sentimiento, que es exactamente lo que encontramos en Donne”. Y esa búsqueda de la conjunción de lo diferente, opuesto, complementario —ahí está el misterio— es lo que, me parece, también busca Beatriz Villacañas.


II.

Es un título sorpresivamente newtoniano, y al mismo tiempo bíblico. Lectura física y ético-metafísica. Biología y biografía. Pero siempre la epifanía revela los misteriosos canales que comunican lo aparentemente incomunicable. El misterio. La autora da fe, —que no protocolos de laboratorio—, de que la epifanía revela el misterio, pero sin disolverlo: es un logos más allá del nuestro. Y seguramente lo mejor que nos reporta es quedar ya vinculados a él. Se nos reveló mientras lo tentábamos creativamente con palabras, pero esa Palabra no era nuestra; y por eso es epifánica y vincula.

Esas dificultades especiales que —en primer lugar como modernos, y en segundo, como hombres y mujeres— tenemos para juntar razón y sentimiento, y que a Jane Austen le dieron para una deliciosa novela, mucho más profunda de lo que parece; porque en algún momento se dijo que era buena esa separación, sin acabar de calibrar bien la bondad —seguramente era imposible calibrarlo, de tan entreverados que vamos con nuestro propio momento, de tan difícil que es ganar una imaginativa distancia—. Distinguir sí, pero sin separar, avisaba Tomás de Aquino. Pero esto es irse un poco lejos.


III.

Como filólogo, me quedo especialmente con este poema, hamletiano en su exhortación —en este caso no a los actores, sino a los resecados herederos del logocentrismo académico de este siglo XX que todavía no ha terminado—:

GÉNERO LITERARIO
No importa
cómo llaméis al cuento,
comedlo como un fruto,
y la manzana siempre nueva del ser y su secreto
será alimento vivo de todas las historias
y de todos los hombres
y de un solo camino.


IV.

Fondo y forma. Hondos y nítidos en estos poemas; densos y andantes, palpables en su cuajo de cosa bien hecha, que se adivina que vienen haciéndose como desde hace mucho tiempo, tiempo de atención a las palabras y al misterio de las cosas. Fondo y forma, como si volviésemos a creer en la sencillez de las gramáticas, en sus apartados de estilo, aquellas antesalas al misterio de la literatura activa, que atravesábamos para entrar —al final, siempre solos— por la lectura y la vacilante escritura, donde todo se volvía complejo, misteriosa y maravillosamente complejo; y solo un cretino se volvía para reírse de aquella filología con delantal, y se volvía estatua de sal.