Yo pensaba que nunca me ocurriría, pero sí. Aunque he de decir que ha sido una conversión serena, como la del que se convierte estoicamente al caldito de pollo al verle las orejas al pérfido colesterol.
Me horrorizaban los tochos con sobrecubiertas glasofonadas en rojo chillón, fucsia tóxico o negro macabro. Yo solo conocía los pequeños libritos, la portada áspera o casi, los márgenes generosos, la letra garamond, el ligero vaporcillo emanado de los renglones que lo enmisteriaba todo. Oh, amena conversación con los difuntos. Beatus ego!
Ha pasado el tiempo, no he tirado los pequeños libritos; pero ahora acaricio también estos formatos grandes, este papel de baratillo. No se eleva un vaho, no he de escudriñar la rosa para volver a ella una y mil veces; no hay rosa. Y las cosas dicen lo que dicen, sin susurro ni eco.
Que ya me estaba yo volviendo ligero y perfilado como humo de tratado metafísico sobre las brasas, un licenciado vidriera. Hasta que llegó el séptimo de bestsellería.
El best-seller funciona terapéuticamente si se consume según una pauta, es un pescado azul que baja la tasa de lípidos intelectuales, deshace las placas de ideología en las arterias; pero si abusas, se te queda una cara de besugo con manía de conspiración internacional que no veas.