I.
“¿Has leído El despertar de la señorita Prim?” Era la
segunda persona que me hacía la misma pregunta en no muchos días. La autoridad
que les reconozco a ambas personas hizo que pensara: “Bueno, ¿qué hago que
todavía no he leído El despertar de la señorita Prim?” Y lo leí: una sorpresa,
una verdadera sorpresa. No me esperaba encontrar tanta sabiduría, capacidad
comunicativa, libertad de pensamiento y sobre todo, mucha, mucha sensibilidad.
II.
Se me hace algo difícil clasificarlo; por otro lado, ¿por
qué tendría que hacerlo? Bueno, el intento de clasificar es un ejercicio de
descubrimiento de lo que algo es (un poquito de escolástica siempre viene bien): ¿qué es, a qué se parece? Es novela, sí; es fábula, sí; es
ensayo, casi sí; un poco de autoayuda, también… Y delicadeza, mucha delicadeza:
seguramente la palabra más repetida en estas páginas. Cuántas cosas se pueden
decir cuando se respeta al otro a través del modo en que se dicen. La autora
está como “en casa” en la tradición anglosajona del debate, del wit, del
cuidado de las formas, de la libertad para exponer el propio punto de vista si
se es capaz de aceptar su exposición a los pareceres de los otros. Si se ha
entendido bien a Jane Austen, y más que entendido, comprendido, esto se puede
aprender de un modo muy gustoso. Y la autora conoce perfectamente Jane Austen,
especialmente Orgullo y prejuicio, de
la que toma diversos elementos con los que estructura el libro.
III.
Pero lo que más me ha gustado es la infrecuente y sólida inteligencia
emocional que atraviesa estas páginas: diría que es una exposición sabia y
amena del mundo de la afectividad, que no rehuye abordar cuestiones difíciles
—por otro lado, totalmente cotidianas— porque parte de una tradición de
pensamiento, sobre todo antropológica, sólida. Solidísima: la verdad es que los
ecos de Tras la virtud, de Alasdair
MacIntyre, no hacían más que sorprenderme, cada pocas páginas, desde el inicio
hasta el final (Lulú Thiberville parece un trasunto de este filósofo escocés
actual).
Y desde luego, la apuesta por la belleza, conectada con la
verdad y el bien, que se apoya en textos como el de El idiota de Dostoievski, y en el de algún autor moderno que ha
hablado de ser heridos por la flecha de la belleza. El lector puede venir de
cualquier sitio, pero en esta novela no dejará de sentirse, de algún modo, en
casa —una casa aparentemente nueva, pero que irá intuyendo muy cercana a su
sensibilidad, como el que sin darse cuenta vuelve a un lugar anhelado, propio—.
IV.
Natalia Sanmartín lleva muy bien el pulso de la narración;
insufla humor (muy inglés) de modo constante; hace plásticamente presentes y
muy atractivos lugares, situaciones, objetos de la vida cotidiana (y no tan
cotidiana); construye personajes atractivos y simpáticos… y como quien no
quiere la cosa, pone sobre el tapete elementos para el debate ético, político,
antropológico, sentimental… El final, verdaderamente bueno, delicado.