Recuerdo,
cuántos años, la preparación de la Navidad. No la escapada a por el tierno
musgo para el Belén, ni al ultramarinos a por las lustrosas castañas,
la redecilla de nueces, los higos secos, de prieta enjundia y piel emblanquecida,
como un cuento antiguo… Lo que ahora recuerdo es el Adviento, la preparación
del advenimiento del Niño Dios. Cuántos advientos… Intento recuperarlos y me desdoblo en alguien que escava y descubre entre estratos el dibujo
de un deslizamiento que corta los lechos depositados por los años…
Me pregunto, al
recorrer el dibujo hondo de las líneas de la palma de mi mano, si
en tantas ilusiones en la vida —perdidas, ganadas, transfiguradas— no volví cada
vez, inconsciente, por esa senda antigua aprendida en un Adviento de niño: “Prepararte
para lo que vendrá; ponte en camino”. Como esos libros que en la lectura te
recomponen de las trizas de los días, te juntan por tu nombre y te llevan hacia
un brillo. Como las esperanzas.
Bueno,
ya está, ya estoy, otra vez aquí: el Adviento.