Este capítulo de Castilla, de Azorín,
es de esas cosas que, puestos a hacer una apresurada maleta, metería sin
pensármelo.
Entra
la luz primera por el tamiz de los visillos. El cuarto de la fonda donde habéis
pasado la noche es modesto. Una mesa recia de pino, una silla a juego, una
jofaina sobre el poyo de la ventana, os acompañan. Sobre la mesa, el librito de
Azorín y otro de Cervantes, La ilustre fregona. Os habéis despertado con el
quiquiriquí de esos gallos arcanos de los pueblos. No habéis querido faltar a la llamada y pronto os habéis aseado y ya estáis sentados frente a la mesa,
releyendo el librito de Azorín, revolviendo las páginas de la novella de
Cervantes. La luz va enjalbegando la pared a la que se enfrenta la mesa, y
difundiendo una claridad por el cuarto. Pero vosotros no reparáis, y seguís
enfrascados en la relectura, en esa fragancia antigua. Constancica, la heroína
de Azorín, salta al libro de Cervantes, y vuelve al de Azorín. Como de la mano
os lleva Constancica a aquellos otros ratos de lectura, a aquella primera vez.
Habéis sacado unas cuartillas en blanco y comenzáis a emborronarlas con no
sabéis qué pensamientos. Llega un rumor de conversaciones del piso de abajo. Se
escuchan voces femeninas, una es admonitoria y lacónica; la otra, aguda y cantarina.
De la calle, sube el golpeteo rítmico de los cascos de alguna cabalgadura, que
en un momento se adivina bajo la ventana, y que luego se la siente alejarse con su
cadencia sorda. Pero nada de esto habéis oído. Miráis con un nostálgico
sobresalto el reloj y pensáis que hay que hacer la maleta, y en ella metéis
apresuradamente a Azorín y Cervantes y las cuartillas. El recuerdo, como la
fragancia del vaso del vino apurado, os aturde dulcemente. Salís, una vez más,
a la calle.