I.
Releyendo
un texto de Joseph Ratzinger sobre la Navidad (Imágenes de la esperanza, Ed. Encuentro), me quedo rumiando estos
versos de Isaías (1,3) “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su
amo. Israel no conoce, mi pueblo no discierne”. Es uno de estos preciosos ecos,
sutiles hasta desvanecerse, que acuden a los relatos del nacimiento de Jesús: hasta
los animales conocen lo esencial, mientras los hombres no lo ven.
II.
Ayer
releía el relato “El violín de Rothschild”, de Chejov y comprobaba lo hondo que
se me había colado esta historia. Quizás por la relectura. Frecuentar lo
valioso engendra relaciones delicadas, difíciles de traer a las palabras; y en
esa delicadeza, estas relaciones demuestran su asombrosa fortaleza.
III.
A
veces añoro una comunicación más honda con todo. Un modo de mirar menos marcado
por la ironía. La ironía es, frecuentemente, distancia de seguridad, ejercicio
de dominio. La ironía forja una imagen de lo que tiene enfrente, y la vapulea. ¿Podemos,
hoy, mirar, leer, sin ironía?
IV.
Me
gustaría leer como el buey y la mula, con la confianza de Isaías, con el riesgo
de que algo grande se pueda revelar en la lectura, de que la vida no sea soledad,
con la esperanza de que lo Nuevo pueda tener su acontecimiento entre la
sencillez de lo ordinario, como en un cuento de Chejov, como en un portal de
Belén.