Tenía una deuda con el Príncipe Andrei Volkonski, aquel atardecer en que se desangraba sobre la hierba de la montaña de Pratz, tras la batalla de Austerlitz, en la tercera parte de Guerra y paz. Allí tome unas pocas notas, copié los pasajes en que el Príncipe mira el cielo infinito sobre sí, considera la vida y la muerte, y más tarde guarda silencio ante la pregunta de Bonaparte -como Jesús ante Herodes-. Bonaparte, a quien había admirado como un genio, y ahora ve en su insignificancia de pequeño figurante escabulléndose hacia el ángulo muerto del sentido de esta historia, en la paz de su solitario placer a costa de la sangre de tantos. Una sombra fugaz, esbozada con arte, en la gran pintura de la vida y la muerte, que es la novela de Tolstoi. Justicia poética, pero creo que Liev aspira a más que eso, al misterio poético.
Así que vuelvo a estar echado sobre la hierba de Pratz mirando el cielo y escribiendo mis pensamientos. Se está bien aquí, poniendo las propias insignificancias bajo "aquel cielo sublime, infinito, con unas nubes flotantes que se habían elevado aún más y a través de las cuales se veía la inmensidad azul".