I.
Solo podemos contar, contar el cuento, desde el final. Con
el final, de algún modo, ya dado (aunque no sepamos, despiertos, cuál es; el cuento sí lo sabe). Lo observaba Aristóteles en la Poética (y si escribimos
algo ahora, solo será una nota al pie del filósofo). Esta fábula vestida de
raso realista, Una sombra en Pekín,
cuenta esa paradoja, tan vibrante cuando se trata del cuento de la propia vida.
II.
La narración te lleva. El narrador en primera persona
sostiene el ritmo. A mí, me ha llevado a la atmósfera contemplativa de esos
mundos orientales, esas películas o libros donde alguien tiene una clara
voluntad de contar reflexivamente. Y me ha sorprendido el claroscuro humano que
Cilleruelo muestra en el personaje principal, sobre el que nos abre una ventana
para poder ver más que lo que el propio narrador ve. Un incierto fatalismo, la apática
demora para el amor… mientras las florecillas de loto germinan en las charcas
del camino... como si escribieran el epitafio de la vida de todos los hombres.
III.
Fábula: dícese
de ese entarimado de palabras en que los personajes, los lugares, las acciones
vibran arquetípicamente. Buena fábula: … en que la vibración es mínimamente
sentida, como en Una sombra en Pekín.
IV.
He disfrutado con la magnífica edición: pequeño
formato, ilustraciones poéticas en aguafuertes, negros y azules sedantes, de Juan Gonzalo Lerma; y con
el andante de la narración, el lirismo contenido, como un haiku que se expande
sin traicionarse, la elegancia para referir la sordidez de la vida en la gran
ciudad, en Pekín, donde se puede ser no más que una sombra; la metaliteratura
sin etiqueta, que apunta hacia esa misteriosa identificación de narración y
vida…
Libro e historia con esa rápida virtud de envolver al
lector, como una humeante varita de sándalo.