Lo cierto es que no nos enseñaron a escribir. A redactar, algo. Pero escribir es mucho más. La escritura tiene su higiene, tiene su naturalidad, sus anticuerpos para lo complicado, para las imposturas. Hay modos que no ayudan, ideas preconcebidas de cómo hay que escribir, que desaniman y frustran. No me refiero a esta estética o aquella. Se trata de la facilidad natural para componer, avanzar... natural no quiere decir espontáneo -aquí la modernidad vuelve a confundirnos-. Se trata de seguir, con empeño, el instinto comunicativo, de seguir sus surcos, haciéndolos.
Y también hay una higiene del escritor. Es fácil intoxicarse con el "aura del escritor". En este mundo tan mediado por las imágenes, corremos el alto riesgo de quedarnos en ellas, y nunca llegar a lo que la imagen apunta. Un mundo donde lo penúltimo ha expulsado lo último. Un mundo metonímico: lo que parecía una metáfora que nos prometía llegar a algo-más-allá, resulta ser metonimia, que nos desplaza a algo-al-lado, otra cosa de lo mismo, y esta a otra, sin fin... Ya me estaba yo poniendo metonímico, volvamos. El escritor tiene su naturaleza, su oficio natural, sus buenas prácticas, todo eso que el aura impide ver. Todo escritor ha de tener vida secreta de escritor, si por secreto entendemos interioridad: una íntima conformación para la comunicación escrita, que se va ganado con el ejercicio sensato. Y continuo. Higiene.
Una pequeña cavilación en una pequeña tarde de domingo.