Eran las siete y pico, yo volvía en el metro. Volvía a
casa, y aún quedaba tarde para tomar un tren en Atocha y llegar a Valencia y
que la noche no pesara. El metro, otra vez, fascinante. Cierto: qué otra cosa
diría quien siempre es una sombra apresurada en Madrid, y en otras ciudades se
hizo sus cicatrices… Eran las siete y pico, el vagón iba casi abarrotado, y
flotaba ese silencio regido blandamente por un puñado de lectores.
Ella, con su moño, la tez oscura, su plumas blanco, leía
un libro. Sabes que estas escenas te reconcilian con algo, aunque a veces no
quieras indagarlo. Tranquilamente, la lectora levantó la vista —es evidente que quería ver algo que no estaba en el vagón—, mediocerró el libro y leí entonces la portada. Yo también lo tengo, escrito por un amigo mío, filósofo.
Fascinante.