Escribir-escribir, solo comencé a hacerlo cuando descubrí
que había alguien más. Sí: alguien más que yo, y algo más que un papel. Recuerdo que la escritura al principio fue ejercicio escolar —donde la áspera musa del cumplimiento apenas conseguía arrancarme unas líneas—; y que años más tarde giraron las tornas, y que se me presentaba por doquier como una invitación al juego, la expresión,
el desahogo, la exploración, el estilo… Veo la sucesión: tormento, luego deseo de placer... pero también un matiz común: la soledad.
Sin embargo, la escritura ganó su estatura cuando apareció
el otro. Fue al iniciar un blog: ahí se expresó su estructura de diálogo, su
alma responsable. Escribir era responder, y aún no he conocido acicate más poderoso. Se
acababa la obsesiva re-decoración del interior de la propia torre de marfil, el hacer monadas en
la mónada del yo autoclausurado y autocompasivo. Al menos se abría una brecha, y
se colaba una presencia personal, tenue a veces, y otras nítida.
Como todo en la vida, la escritura también es una partida donde el
primer movimiento nunca es nuestro. Todo lo valioso va así: alguien puso algo, mostró primero, preguntó, rogó, invitó... ¿No entramos en una
red de preguntas al venir al mundo? ¿Acaso no hemos sido llamados, o es que alguien se llamó a sí mismo? Escribir, pero escribir-escribir, es mucho más que un disponer palabras según los protocolos de algún pequeño placer; es uno de los modos más dignos de
estar en apertura, novedad, exposición al otro.
Y poco tiene que ver con lo que nos viene a la cabeza cuando pensamos en "publicar", y con otras fiebres inducidas por el ego. El escritor-escritor tiene una felicidad de hierro. Le asiste el hábito de responder a alguien, la
esperanza del diálogo que disuelve la soledad.