I.
¿Qué tienen estos días de travesía, de nubes, de un rato de luz, de una caricia de frío, de lluvia? Pasan enigmáticos en su batiburrillo. Las cosas van así. Sobre la mesa, este poemario también enigmático, de un poeta, y un lector, y un pensador, y un maestro... afuera los plátanos desnudos, retales de conversación que suben... y la idea de que todo, de un modo misterioso, va con todo, aunque yo sabiéndolo, no sé cómo...
II.
Y la música, me olvidé de que el poeta y pensador, también es músico. Música como tema, pero sobre todo como forma, en sus ritmos, en su desenvolverse del motivo, en su volver y avanzar, en sus ecos. Pulso seguro, diapasón, compases medidos y obedientes a un hacer difícil porque su materia se escurre, como la piel del misterio.
III.
Me figuro al poeta, concienzudo sobre las palabras, como el ebanista con el cepillo; y al pensador limando una poética, porque aquí poeta y pensador vienen a partes iguales. La belleza y la luz, pero ¿no es la belleza luz, aunque venga de lo hondo? ¿y lo mismo la luz, no es siempre bella, aunque sea dura? Descubrir, construir, comprender... Poética en el prólogo, en el epílogo y en los propios poemas. Qué voluntad de visión, con todo el ser, cabeza y corazón. Qué románticos son los poemas de El umbral de piedra, románticos de tradición de lo interior, de ir a lo hondo a ganar la luz, del riesgo, del origen; y qué clásicos de oficio, de canon métrico, de claridad de imagen, de dicción elevada. Un romanticismo templado en su aparecer, mientras mantiene la sed de lo infinito.
IV.
¡Italia!, una presencia sostenida en el libro, encendedora de recuerdos. El lector trae siempre sus maletas al lugar de acogida. El lector es un presunto paseante: en verdad, no lejos ha dejado sus bagajes, y se los trae al calor que le recuerda, ya a salvo, el original desamparo de sus días. Italia de lugares, de músicas, pinturas, letras, de hombres. Cómo un lugar se hace Lugar una vez más por obra de la palabra.