La
presencialidad del primer cuatrimestre era un bien escaso. Tras las mascarillas
había estudiantes de periodismo, eso no iba a dudarlo, aunque la nueva
irrealidad siguiera su curso. Había que aprovechar el tiempo. Ahora pienso que
me aferraba en aquellos días a algo de lo que entonces ni siquiera era
consciente, pero que ahora llamaría fe, la de uso diario, la que sostiene el mundo
y a uno mismo, fina. Aquellos días hablábamos de literatura, y de qué podía
hacer por nosotros si nosotros hacíamos algo por ella. Así que llegamos a un
día especial, aunque un día de estos es imprevisible, pero yo me había traído a
clase mi antología de Miguel Hernández, la de Cátedra, comprada en una librería
de ocasión. Debe de ser la misma fe, la que pone las ocasiones. Bien, días
antes había recordado una conversación de hacía tiempo, con un amigo que me
contaba que había leído un verso de Miguel Hernández en su clase, “Alto soy de
mirar a las palmeras”, el primer verso de El silbo de afirmación en la aldea. Ocurre
que algunos versos se quedan. Siempre que recordaba este verso brotaba una presencia
de altura, de luminosidad levantina, de otro aire. Lo había experimentado
tantas veces. Así que yo también lo leí a los alumnos con una fe a fondo
perdido en que somos aquello que miramos, aquello que leemos. Dejé que resonara.
Y sigue.
AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR
¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I