Debajo de la
nevada
está naciendo el
verano.
Espera. Dame
la mano
y no me preguntes
nada.
I.
Recuerdo que a mis veintialgos llevaba habitualmente
aquella antología a todas partes: Punto y
aparte. Fue un amigo, no muchos años antes, quien me dejó algunas fotocopias
con poemas de aquel Miguel D’Ors: “Pero me las devuelves, ¿eh?”. Lo hice y me
busqué el libro encuadernado. Ya digo, lo llevaba como el alma, a todas partes:
a las rendijas y articulaciones del día, a aquella prestación social
sustitutoria —a modo de boecia consolación del tedio—; en la bici, el bus… Por
simpatía armónica, de allí me fui a las odas de Fray Luis, a Francisco de
Aldana y su epístola, al todo Garcilaso, al Lope de las Rimas sacras… (lo que me confirmó que da igual por donde empieces,
si perseveras, todo maestro conduce a otro maestro).
II.
Había un poemilla que, visto sobre el resto y pensándolo
más tarde, es fácil que se pierda a la mirada; pero no sé por qué, a mí me
frenó en seco. Es el que he puesto arriba, que no tiene ni título —o yo no lo
recuerdo—. Si le pones la mano encima, notas cómo vibra. Ni le sobra ni falta
nada. Ni imaginista ni puro concepto. Flotando ahí en medio.
III.
Cada vez que lo leo, escucho ese silencio de promesas,
escucho el blanco, la esperanza, la fe de lo que es pero aún no habla. Poema de
lo oculto, del pudor y la espera, y de la intimidad guardada. Poema que, si
quieres, retrasa los relojes un minuto, y acalla los ruidos. Poema de la mano, de
un no hablar. Qué poema más raro, que parece que niega las palabras que dice, y
aún el mismo decir.
Un himno de bolsillo, para urgencias.
IV.
No es habitual un cuarteto rimado de octosílabos —quiero
decir en estos tiempos nuestros, más de heptasílabo sin cascabeles—. Quizás por
eso, me ganó en su autoestop.
Miguel D’Ors me enseñó a poner el acento en la sílaba
sexta. Esas cosas que enseñan los maestros.