I.
No es fácil traducir a Kenneth Grahame. Pero es divertido.
Traducir es viajar en tercera, hacia mundos que no sospechabas, aunque mucho
supieras. Porque sí, el paisaje es el mismo, el que corre al correr de la
tinta, del escritor… —que es él… y que has de ser tú—; pero en tercera no
siempre están limpios los cristales, y algún niño berrea. Finalmente descubres,
al llegar al destino, que había un vagón —llamémoslo de cuarta— del que se apea
el escritor. Y tú te quedas algo confundido. No es fácil traducir, pero es
divertido.
II.
El mundialmente famoso autor de El viento en los sauces, primero lo fue nacionalmente. La edad de oro (1895) fue su entrada en la narración. Era un señor tardovictoriano, con mucho sentido del
humor, y nada pesimista, por lo que podríamos llamarlo postvictoriano, para
hacerle más justicia. Pero nostálgico sí era, aunque con ganas de armar un
simpático jaleo. “La edad de oro” nombra lo que se está a punto de abandonar
(es curioso, pero solo nombramos las cosas desde sus fronteras, cuando ya
rozamos lo que aquello no es —o no somos—). La
edad de oro es uno de esos momentos de escritura en la identidad narrativa.
Momentos fronterizos. Momentos de memoria y de arqueo vital.
III.
A Kenneth Grahame —llamemos así al narrador innombrado que
escribe en primera persona— le agradezco el tono piadoso con que cuenta esos
años de vida familiar, restregados en la plenitud y las ásperas enseñanzas de
la naturaleza; en la literatura infantil y juvenil que da sentido a las
acciones de una cotidianidad gris… ese tono dorado que no se quiere perder
cuando ya se va avistado la frontera. El tono piadoso con que atempera su
diatriba contra los adultos que allí estuvieron, con sus sinrazones, y con el
que disculpa a los que están cruzando la frontera. Piedad que no se priva de
una ironía continuada, un humor británico sin desmayo —con su choque de planos,
su mirada ocurrente, su lógica dislocada sin dejar de sostener la taza de té
con el meñique enhiesto—; y mucho menos de un mirar poético, que ponen las
divertidas y profundas anécdotas a relumbrar, nimbadas de oro.
IV.
Un mundo aquel —el de los protagonistas, y el de los lectores— en que la gente pasaba horas leyendo a diario, sabía
bastante latín y hasta griego, conocía la historia —más aún, la estaban
haciendo, y lo sabían—, contemplaban la naturaleza y a los hombres desde
cumbres literarias… y no se aburrían, es un mundo bastante diferente al
nuestro. Y con todo, muy parecido. Será por vía de nostalgia. En todo caso,
nada como leer La edad de oro para
comprobarlo.
La edad de oro, Kenneth Grahame (Madrid, Rialp, 2012).