Llevo años leyendo con los alumnos el breve relato “Tyrannosaurus Rex”, de Juan Miñana. Un padre y una hija pequeña, el primer día en que se encuentran tras un proceso de separación entre el padre y la madre, un narrador -el padre- en primera persona. Un paseo por el puerto de Barcelona, calma tensa, culpabilidad, incomunicación… y un pequeño prodigio, creativo, de corazón, en la trama íntima y pudorosa de lo cotidiano. El relato, por lo que compruebo, sigue emocionando y provocando sonrisas que soy incapaz de sondear, pero que deben de venir de auténticas profundidades. Prodigio creativo de la narración y de la lectura, una vez más.
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domingo, 31 de enero de 2021
martes, 26 de enero de 2021
Buscando el relato de cada día
domingo, 24 de enero de 2021
Una neurocientífica se asusta, pero todo termina bien
Leyendo
el libro de Sherry Turkle Reclaiming Conversation. The Power of Talk in a
Digital Age (En defensa de la conversación)
me encontré con la historia de Maryanne Wolf, neurocientífica cognitiva de la
Universidad de Tufts. Maryanne llevaba años estudiando la fractura en la capacidad
de atención de los alumnos universitarios como resultado de la exposición
continua a las pantallas. No se notaba personalmente afectada por el fenómeno,
hasta que una tarde se sentó a leer El juego de los abalorios, de Herman
Hesse, uno de sus autores favoritos. Descubrió que se le hacía imposible
centrarse en el libro. Entró en pánico, ¿sería irrecuperable la atención de la
que siempre había disfrutado en la lectura literaria, y que ahora no encontraba
como resultado de su continua actividad online? Le llevó dos semanas de esfuerzo
sostenido recuperar el hábito de lectura profunda que pide la literatura más
valiosa, incompatible con la atención escindida propia de la multitarea. Como
neurocientífica encontró explicación y esperanza en su propio campo: por su plasticidad,
el cerebro organiza su forma según las actividades en que la persona se implica;
este modelado facilita la ejecución de esas actividades, pero no de otras, que
piden otro. Nunca es tarde -pero tampoco sin esfuerzo- para recobrar hábitos que
remodelarán el cerebro, de modo que la base neurobiológica facilite la atención
en la lectura. Experiencia de leer, que nunca agradeceremos suficientemente a tantos
siglos de esfuerzo y desarrollo.
Física,
biología, libertad, ilusión: misterio humano, riqueza insustituible.
viernes, 22 de enero de 2021
Gracias por los héroes melancólicos
Echo mano, cada curso, de ese acierto de manual que se titula Estrategias de guion cinematográfico, de Antonio Sánchez-Escalonilla. No doy clase de guion, pero tengo alumnos de escritura creativa, de publicidad y de periodismo. Buscamos héroes, en las ficciones… y en la vida. Parece que los avistamos con más claridad en las primeras que en la segunda. Pero luego resulta que los de la segunda no surgen sin la influencia de los de las primeras. Y los de las primeras, si son genuinos, emergen en su esencia de los de la segunda. Es saludable vivir en este misterio y dejar que nos ilumine.
En el manual Sánchez-Escalonilla dedica un magnífico capítulo a la creación del personaje, y situándose en tradición clásica de la distinción e interpenetración de temperamentos y caracteres, me ha brindado cada año una clase que sigue iluminando a los alumnos. Héroes hay de todo tipo. En la última, una alumna de periodismo manifestaba su agradecimiento al autor del manual por hacernos ver que también existen los héroes melancólicos, los que habitan más en el rumiar interior temperamental que en la acción resuelta instantánea, y que los estándares de hombres y mujeres de acción de tanta ficción contemporánea no son los únicos héroes. Me sonreí y le di con gusto la razón. A veces un silencio sabio es la mejor acción, y otras veces una mirada, y otras un paso adelante aunque aún aleteen las dudas. Me lo vengo pensando desde entonces: cada persona irrepetible pide su héroe irrepetible. Así en las ficciones como en la vida.
jueves, 21 de enero de 2021
Vivir para leer
La impresionante biografía de Dostoievsky de Joseph Frank me la leí en los meses del confinamiento más estricto. Recuerdo muchas cosas, y con el tiempo he ido sacando algunas conclusiones. Una es que el universo de personajes, tramas, conflictos, dudas y convicciones que se expande en sus novelas hubiera sido imposible sin aquella intensa vida de interacción del autor. Ya sé que es un asunto debatible, con interesantes contraejemplos, pero no voy a entrar ahí. Lo que me ha hecho rumiar sobre este asunto es un párrafo de Alasdair MacIntyre en Animales racionales dependientes, donde señala que el conocimiento que en la vida cotidiana conjeturamos de las intenciones de los otros, es un asunto de nuestra capacidad de responder simpática y empáticamente; pero esta capacidad solo se desarrolla mediante nuestra interacción. Una interacción constante e implicada en la convivencia cotidiana. Atenta y delicada. Tantas veces doliente. Con luces en la penumbra. Contribución necesaria para ser lectores logrados, y ponernos en el lugar del otro y rellenar los huecos que el escritor ha dejado para nuestra cooperación. Pero sin interacción implicada en la convivencia, no puede haber lectores logrados.
Sospecho que la devaluación y dificultad actuales
de la presencia tienen algo que decir en el marchitamiento de la lectura que se
nota entre jóvenes. Sin exposición al rostro del otro no hay interacción
profunda y tantos lectores ya no llegarán al alto riesgo de la literatura y ni
a su ganancia. Apasionantes retos, entonces.
martes, 19 de enero de 2021
Alto soy de mirar a las palmeras
La
presencialidad del primer cuatrimestre era un bien escaso. Tras las mascarillas
había estudiantes de periodismo, eso no iba a dudarlo, aunque la nueva
irrealidad siguiera su curso. Había que aprovechar el tiempo. Ahora pienso que
me aferraba en aquellos días a algo de lo que entonces ni siquiera era
consciente, pero que ahora llamaría fe, la de uso diario, la que sostiene el mundo
y a uno mismo, fina. Aquellos días hablábamos de literatura, y de qué podía
hacer por nosotros si nosotros hacíamos algo por ella. Así que llegamos a un
día especial, aunque un día de estos es imprevisible, pero yo me había traído a
clase mi antología de Miguel Hernández, la de Cátedra, comprada en una librería
de ocasión. Debe de ser la misma fe, la que pone las ocasiones. Bien, días
antes había recordado una conversación de hacía tiempo, con un amigo que me
contaba que había leído un verso de Miguel Hernández en su clase, “Alto soy de
mirar a las palmeras”, el primer verso de El silbo de afirmación en la aldea. Ocurre
que algunos versos se quedan. Siempre que recordaba este verso brotaba una presencia
de altura, de luminosidad levantina, de otro aire. Lo había experimentado
tantas veces. Así que yo también lo leí a los alumnos con una fe a fondo
perdido en que somos aquello que miramos, aquello que leemos. Dejé que resonara.
Y sigue.