Es enorme la cantidad de espejos que la sociedad nos presenta. Un espejo es esa superficie que pretende devolvernos nuestra imagen. Desgraciadamente, muchos espejos apenas nos dan una imagen mínimamente verosímil; con frecuencia se trata de esa imagen que ellos querrían que asumiéramos: ese alguien que necesita esa fama, ese placer, ese dinero, esa figura, ese poder... a toda costa.
Hay un espejo mucho más fidedigno: la escritura. Un espejo raramente propuesto en la sociedad de masas. Tiene esa ambivalencia de los espejos auténticos: muestra cosas que no gustan, y otras que sí. La hoja en blanco, el archivo digital recién inaugurado, te interrogan, y entonces surgen los anhelos, las necesidades profundas, las esperanzas, los proyectos. ¿Qué escribo?: si persistimos, si no nos apartamos por falta de coraje, se delinea una imagen que reconocemos como nuestra. Y una buena imagen de sí mismo es, en el fondo, un mapa para caminar.
Escribir es ponerse ante el espejo de la escritura. Ponerse es exponerse. Siempre se escribe a la intemperie. Escribir es ese misterioso conocimiento personal: reconocerse y soñarse. Pasar el dedo por el hilo que une pasado con futuro. Escribir es escribirse. Es dibujarse. Es acuarela, el riesgo del agua: nunca sabemos con certeza el efecto final. Pero queda la imagen valerosa y valiosa. Imágenes, pequeñas luces que encendimos con esfuerzo, con alguna inquietud; farolillos con los que seguir caminando.
No enseñamos a escribir a nuestros jóvenesen la escuela porque, en el fondo, nos da miedo la responsabilidad de enseñarles a ser ellos mismos.