No soy particularmente amigo de los animales. Digamos que lo nuestro es un civilizado distanciamiento, solo incumplido por algún esporádico chucho que se salta la norma, o alguna estadística paloma practicando expresionismo abstracto norteamericano en mis solapas. Salvadas estas excepciones, la relación es tan fluida como inexistente. Creo que, por mi parte, se debe a la comprobación de que el animal no escribe en el margen.
Ya lo venía sospechando: el animal no tiene márgenes. Su hipoteca bestial es irreversible; su condición vital, densa y sorda como un agujero negro cósmico. El animal cumple su papel sin dejar márgenes, su absoluta pretensión de ser él y solo él es insoportable -para quien es un quien, y sabe que ha de estar inventándose un poco todos los días-, solo sorprendentemente superada por su efectivo y detalladísimo autocumplimiento, punto por punto.
Por estar a salvo de la marginación, la contrapartida positiva es su incapacidad para la escritura, para el cuento de su prodigiosa y aterradora vida -que por otro lado disfruta a lo bestia, como no podía ser de otro modo, y de lo que me alegro-. ¿Quién aguantaría el autorrelato de un qué, la metódica e implacable escritura de un vida metódica e implacable?
(Solo añado, para terminar este primer capitulillo, que no tengo nada en contra de los animales, y que Julián Marías escribió unos párrafos deliciosos sobre la asombrosa hominización pasiva de los perros cuando conviven con las personas).