Uno dice que es frágil, vulnerable, que casi nada perdura... todo eso que viene fácilmente, cuando uno se pone a escribir un poema, o a mirar fijamente unas nubes. Pero solo lo siente -lo siente de verdad- si acaba de romperse, o le ha llegado un don que lo compone, misteriosamente.
Pensaba esto porque, llevo un agosto de lecturas. Tras mucho, mucho tiempo, he podido leer dos horas seguidas -reconozco que incluso tres, algunas veces, mea gloria!-. Y qué distinto se lee entonces: más entrega lectora, más matices... Cuando es invierno, en la trinchera, casi siempre es tiempo robado. Se mezclan los aromas de la vida. Y uno escribe sus cosas de lectura a menudo con algo de prisa. Piensa que con más tiempo escribiría, quizás, otras cosas; más hondas, también. No lo sabe con certeza. Pero luego, al llegar esos momentos de don, se sale uno del parapeto y corre con el libro en las manos, y ya no tiene tantas ganas de escribir.
¿Y entonces, leí bien?
¿Y ahora, es que leer es solo esos momentos de gracia?
Ay, qué fragilidad esta de la lectura, de uno. Será la levedad del ser. Pero se gana en ligereza, que al pasar del tiempo, no es pequeño tesoro.