Soy filólogo, y nada del lenguaje me es ajeno. Y para neutralizar la filosofía nihilista que me pasaban bajo gramática textual en las aulas de la carrera, me arrimé a la filosofía personalista.
Bien, (casi) todo el mundo es bajofirmante entusiasta de esas cosas tan bonitas de que no hay que tratar al otro como objeto, sino como sujeto; de que (en buena medida) construimos nuestra identidad dinámica con nuestros actos; de que el diseño y actualización de la propia imagen revierte sobre quien uno es, de modo que no hay decisiones “inocentes” o gratuitas; etc.
Bien, (casi) todo el mundo parece olvidarse de esto cuando llegan las vacaciones. Uno o una, a través de su indumentaria, elige la imagen que quiere dar(se): la de sujeto o la de objeto, mantener la dignidad personal -eso tan invisible, pero patente en quien lo cultiva-, o no.
Presentarse como objeto del verbo predatorio de otro sujeto, ofrecerse como res extensa, simplemente no es una opción humanamente aceptable. Y mucho menos presentarse como complemento circunstancial… de temporada veraniega.