“Y tenía ojos azules en medio de aquel viejo rostro suyo, que eran sorprendentemente como los de un chaval, con aquella expresión cándida que algunos hombres corrientes preservan hasta el fin de sus días por un raro don interior de sencillez de corazón y rectitud de espíritu”.
La cita viene de Juventud, escrita por Joseph Conrad. Hace muchos años que Conrad me acompaña –o yo a él-. Lo mejor, su penetración psicológica, esa fenomenología de lo psicológico: a veces, dispersa en un texto, como relámpagos breves que entregan una visión asombrosa y certera en medio de la oscuridad; otras, prolongada como un estudio intencional, que va reconociendo concienzudamente las diversas caras de un poliedro.
Lo no tan bueno: la morosidad e inflación de datos contra la marcha de la trama –al menos dos novelas no le funcionan bien en este sentido, y se vuelven tediosas: Salvamento y Chance-. Y yendo un poco más al fondo, la renuencia a conectar con lo espiritual, y dejarlo todo en un “misterio” puramente intramundano. Así se justifica en sus Notas sobre La línea de sombra. Evidentemente, cada uno hace lo que quiere en/con lo que escribe, pero su argumentación me parece filosóficamente pobre, porque simplemente se niega a plantear la posibilidad de la trascendencia: por principio, lo sobrenatural queda fuera del diálogo. Bueno, es el peaje de finales del XIX, de un positivismo rampante y un psicologismo triunfante. Con todo, Conrad es tan grande que, pese a él mismo, sus narraciones apuntan, con la inevitabilidad con que la cabra tira al monte, hacia el misterio trascendente de la persona.