Que alguien hoy abra un cuaderno, tome un bolígrafo y se ponga a escribir, supone una serie de condiciones que vale la pena considerar. Nunca en la historia el hombre -en Occidente- ha tenido esos medios expresivos y comunicativos, de un modo tan fácil; nunca ha sido tan consciente de su interioridad personal, de su dignidad, de eso que hace que tenga sentido entrar en sí mismo, dedicarse tiempo, bucear, expresarse, comunicar. Y todo esto ha venido a través de la Modernidad, que en este sentido recogía la tradición humanista clásica y la cultura cristiana con su énfasis en el "hombre interior" y el optimismo en la intimidad, pues es donde Dios es más íntimo a uno, que uno mismo. Si la intimidad es el lugar de encuentro con Dios, la intimidad es un "lugar" feliz, el más feliz. Por eso Freud, y toda la gama de productos derivados, no puede dejar de ser radicalmente pesimista.
Si fallan estos dos afluentes, el río moderno se nos seca. No es de extrañar que el estado tan lamentable -en algunos aspectos- de nuestra cultura se dé simultáneamente con el olvido e incluso la militancia contra la tradición clásica y el cristianismo.
Decía Chesterton que los que atacan a la familia no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen. Mutatis mutandis, los que intentan reinventar al hombre y la mujer, la familia, el matrimonio, la educación y cualquier pilar básico de la cultura a golpe de idea feliz, ideología, coyuntura, oportunismo, acaban -para lo que es nuestro caso- atacando la escritura. Y muchas veces, el peor ataque es el silencio. Como está ocurriendo. ¿No es sospechoso que nuestro sistema educativo no enseñe a escribir, y sí a clicar? ¿No recuerdan el mouse y el joystick a los palos para encender fuego, no estaremos en una regresión ad Neanderthalem?