Leer se parece mucho a comer. Toda buena lectura exige su digestión. Los atracones y empachos también se dan ante el hechizo hipnótico de las estanterías. Cuando termino de leer un buen libro, tengo un sentimiento doble y encontrado: me gustaría seguir leyendo, continuar con esta experiencia tan grata; y al mismo tiempo, este libro recién terminado, que todavía humea unas sugerentes volutas por la contraportada, pide una sobremesa, una digestión según sus propias leyes. Y creo que tiene razón. Hay que dejar que las cosas den de sí como tienen mandado dar, y no apresurarlas, ni hacerles violencia. Porque nos quedamos sin ellas, y al final, sin nosotros mismos, que deberíamos haber crecido en esa experiencia.
Todo buen libro exige su sobremesa, y a veces puede durar días, mientras va segregando sus vitaminas, revelando lo que tiene que dar al contacto con lo gástrico de nuestra alma. Y cada alma es diferente. Cada hombre o mujer agota la especie -por decirlo de un modo escolástico, y paradójico al mismo tiempo-.
Así que sólo aporto una proposición de ley de bromatología lectora, amparada en mi experiencia personal, que creo que puede ayudar a alguien más a alejar la gastroenteritis literaria.