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¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



viernes, 3 de junio de 2011

Lo barroco y su ingestión: Gabriel Miró

La belleza tiene muchas moradas. Y si nos vamos al arte literario, y a su inevitable cocina, tiene muchos platos. A mí me va casi todo. Algunos platos hay que tomarlos como un breve canapé, con el índice levantado y mirando hacia dentro; y otros sugieren más bien un rato sin prisas y nuestra cuchara preferida.

Pues con la primera actitud me tomo los escritos de Gabriel Miró. Un plato verdaderamente barroco. Me imagino un cocinero rodeado de mil especias, ordenadas en sus tarritos sobre multitud de estantes; la alacena, a mano derecha, con sus cecinas, salazones, y cientos de exquisitas rarezas; a la izquierda, un congelador de competición, surtido de todo lo que al mar, fácil o arduamente, se le pueda esquilmar; y aves desplumadas que sonríen de arriba abajo y rotundos cuartos bovinos. Y el maestro ante los fogones, los sartenes, las ollas, las parrillas, dispuesto a la fantasía, como Bach frente al clave.

Al final, resulta una serie de sabores casi inverosímiles, extraordinarios, que agitan el paladar -los formalistas rusos dirían que lo desautomatizan-. Pero, sin mesura, qué fácilmente el uso se convierte en abuso. Bastan unas páginas. Los platos barrocos de Miró, son nouvelle cuisine en su apariencia de textos breves, de cosa poca, pero churriguerescos en su saturada sustancia formal y de concepto. 

Ahí va un entrante:


  Pasó un labriego con su azada de sol, y, mirando al forastero, le dijo:
   -¡A la sombra, a la sombra!- Y en la boca seca de ese hombre, enjuto y acortezado, la palabra sombra tuvo una frescura nueva, como si acabase de crearla.
   Y, antes de seguir caminando, tendióse Sigüenza a beber de un manantial que de allí cerca salía, recién nacido.
   Venía un leñador, oloroso de monte, con la espalda doblada, por los costales, y le saludó diciendo:
   -¡A disfrutar con el agua! ¡No la hay mejor en el mundo!
   Y Sigüenza, que había ya bebido, bebió más, mordiéndola en un temblor de claridades, y le goteaba un frío de luz por las mejillas, por los cabellos, por las manos. (de Años y leguas, 1928)
Bon appetite!