Es preciso concebir el discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos. (M. Foucault, en El orden del discurso).
I.
De entrada, desconfío de quien invoca la violencia. El discurso, es decir, el uso que hacemos del lenguaje, ¿debe ser una violencia sobre las cosas, sobre el mundo? El lenguaje, el lenguaje concreto que utilizamos cada día, ¿una pistola, un cuchillo?
II.
Creo que el lenguaje debe ser "cuidado de las cosas", "cuidado de las personas". Una sola palabra -dentro de un determinado contexto- puede destrozar a alguien; o puede salvarlo, elevarlo, absolverlo, perdonarlo. Si con el lenguaje cuidamos el mundo, se ve, en buena lógica, que hemos de cuidar nuestro lenguaje.
III.
Pobreza de lenguaje es un modo de hacer violencia a las cosas, al mundo, a las personas. Si no somos capaces de afinar, de tener palabras para el matiz, para el concepto profundo, para hacernos cargo de la complejidad y riqueza de las relaciones humanas, los demás se sentirán tratados superficialmente, incomprendidos, y no podremos "hacernos cargo" del otro. De ahí al silencio, a la indiferencia, hay un triste paso.
IV.
Incluso el "cuidado de sí mismo" supone esa riqueza de lenguaje, que permita conocerse mejor y darse a conocer. Claramente, hay un fondo ético en todo esto: con mucha destreza de lenguaje también se puede manipular con gran eficacia. Si el lenguaje es verdadero cuidado del mundo, del otro, de uno mismo, se vuelve a unificar ese desgarrón que vivimos en la modernidad, entre la ética y la estética. En la búsqueda de esa unidad de vida, el lenguaje tiene mucho "que decir".