I.
Desde hace ya un par de décadas, Juan Manuel Burgos lleva
impulsando una fascinante aventura intelectual. Fascinante por la valía,
diversidad, relevancia y oportunidad de los “materiales” que pone en juego; y
porque no es pequeña la montaña de dificultades que hay que afrontar. La
aventura se llama Personalismo; y por referir primero las dificultades, es
notable el esfuerzo que supone hacer visible esta propuesta en el escenario
cultural: téngase en cuenta que desde la II Posguerra Mundial hasta nuestros
días, ser filósofo era y es ser,
básicamente, Jean-Paul Sartre, Althusser, Adorno, Foucault, Derrida, Vattimo… y
militar en algún tramo de ese serpentín de filosofía desgarrada y escaparatista:
en el existencialismo, el marxismo, el estructuralismo, el postestructuralismo,
la deconstrucción, el pensamiento débil…
II.
Así, y vamos con el segundo argumento, no era fácil que se
difundiera un pensamiento con olfato para el sentido común y los delicados pliegues
de la realidad, especialmente la personal; para un optimismo gnoseológico atemperado,
una apertura a fuentes de sentido, a tradiciones, a comunidades, a la
literatura, la religión, el arte, la experiencia. Ni era fácil proponer una
primacía de la persona, cuando hemos estado —y seguimos— tan fascinados por las
ideologías, las máquinas, los bienes de consumo, el poder de la técnica, el
bienestar, el ocio, la banalidad, la transgresión por bandera, … cosas, cosas,
cosas…
III.
Pero ahí estaban, y están, esos pensadores que se fintaban
de los fascismos de diverso signo, hablando de la primacía del ser sobre el
tener, del misterio sobre la visión materialista, de la persona sobre el
Estado; de las realidades intermedias como la afectividad o la familia; de la
cualidad humana de la literatura y las artes; del valor de la religión, de las
tradiciones, de las comunidades; de los valores espirituales y su armonía con
los psicológicos; de la estructura narrativa y dramática de la identidad; de la
importancia del tú para el yo, de la interpersonalidad; de pensar desde la
experiencia; de la corporalidad; de la esperanza…
Un pensamiento vivo.
IV.
Así que con “Introducción al personalismo” acaba de
aparecer una nueva oportunidad de conocer estos fascinantes enfoques y
pensadores. Y de conocer ese estilo, gran estilo: estilo de obrar, de escribir,
de vivir, de ese que tienen determinadas personas para las cosas de todos los
días —que es de lo que se trata, y no de morir de estilismo en cuatro excesos—;
para convivir y co-ser de verdad.
Estilo vital que, tras algunos años de leer a los
personalistas, te hace decir: “Me hubiera encantado ir a las clases de Maritain
y de Von Hildebrand, a los mítines de Mounier, escuchar el piano y participar
en las tertulias de Marcel, hablar de cine y literatura con Marías, tumbarme en
el diván de Frankl, enseñar palabras a los niños con Ebner, hablar del amor con
Wojtyla, asistir a una Misa de Guardini, dialogar con Buber, mirar un cuadro
con Pareyson y un rostro con Levinas, rezar por la reclusa Nº 44.074 mientras
le cae una ducha de Zyklon B (ácido cianhídrico) en Auschwitz, y que luego
Santa Edith Stein rece por mí".