No recuerdo mi edad de entonces, no tendría más de catorce años. Mi tía me dejó Dioses, tumbas y sabios, de C. W. Ceram. Creo que a ese préstamo debo mi pasión por el mundo antiguo, y la atención a lo alemán. Schliemann, el descubridor de Troya, aquel hombre excepcional que hablaba ocho idiomas a los veintidós años, ocupó ya un lugar en el mundo mítico del adolescente que era yo. Ah, Troya ya había sido descubierta. Algún día habría que ir allí.
La verdad es que no he ido todavía a Troya, pero sí he vuelto al libro. Con una emoción atemperada he releído el relato de la exhumación de la gran ciudad. Y esta relectura ha desenterrado también al adolescente febril de entonces.
Ahora somos dos, que tienen que entenderse.