Una de las revoluciones silenciosas que, sin duda, provocará un inminente cambio en las conductas sociales en los países del primer mundo es la aparición de pavimentos de caucho en los parques infantiles.
No sé si recordará usted, querido lector, sus caídas del columpio en el parque. Todos hemos tenido esa experiencia de la caída: una impresión inefable acuñada en los primeros años de vida, que sella nuestro desposorio irreversible con la realidad. Más tarde, mediante la religión, la filosofía, la sabiduría popular, pudimos descubrir el sentido del trauma: de esa y de las subsecuentes caídas de todo tipo, y pudimos humanizarnos, y evitar ser un animal violento y a la fuga.
Pero, ¿qué les estará ocurriendo a esos niños y niñas que, al caer, rebotan con una carcajada? ¿qué ocultación se les hace de la primera de las grandes leyes, la de la gravedad -física y moral-? Privados de esta experiencia primigenia y fundante, ¿cómo encajarán la caída, que sin duda vendrá inapelable en algún momento, sin este primer encuentro estructurador? ¿podrán entender un 10% de alguna de las grandes obras de la literatura universal?
No estoy en contra de intentar evitar el dolor, cuando se pueda, faltaría más. Sólo ocurre que dudo de la bondad de esa gran ola pedagógica que consiste en evitar cualquier tipo de molestia a los niños. Hay ciertos intervencionismos que se revelan totalmente antinaturales. Seguramente mi invectiva contra el pavimento de caucho no es más que una hipérbole, y las hipérboles son para diluirlas en cuatro quintos de sentido común, y entonces dan el sentido que tienen que dar.
El dolor es un misterio, como decía Gabriel Marcel, y los misterios, misteriosamente, nos humanizan.